miércoles, 7 de mayo de 2008

Lo primero que vi al entrar fue al anciano decrépito que me miraba sin verme. Sin hacer caso, me seguí de frente para indagar un poco sobre el asunto que me interesaba. Después de algunos minutos en que la mujer del mostrador miró con minucia en varias listas, di las gracias y salí. El viejo seguía mirándome. Al día siguiente regresé. Era desagradable ver por segunda vez al mismo hombre, en el mismo sitio, con la misma sorna. La mujer hizo sistemáticamente la misma revisión, esta vez aún con menor esmero. Así, regresé cada día durante tres semanas. A partir de la cuarta, empecé a hacerlo cada tercero, luego, una vez cada tanto. De la emoción primera, pasé al enojo, del enojo a la desesperación, de la desesperación al desaliento, de ahí a la rutina. Siempre la misma calle, siempre la misma hora, siempre la maldita mirada del viejo, siempre la estúpida mujer, siempre nada.
Dejé de ir el día que supe quién era aquel hombre, una tarde en que después de mi visita cotidiana decidí entrar al bar de la acera de enfrente. Desde entonces regresaría cada semana, pero seguía de largo al bar donde conocí a Alejandro. Fue él quien me contó que aquel viejo insoportable era un coronel retirado de la legión de honor que llevaba sentado ahí desde tiempos inmemoriales. Cuando lo supe, sentí una ira absurda, luego miedo, luego tristeza, porque comprendí que me miraba como a él antes lo habían mirado otros, antes de los inmemoriales tiempos .

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya soy un visitante asiduo de tu blog... 1 vez por semana espero ya con ansia, algo de vergüenza y cierta culpa, volver a leer algo que me permita seguir viniendo a por un poco de inspiración, desidia y lamento.
Mi vida se ve mejor que la tuya y sin embargo, y sin embargo me gusta imaginar que... (no se, me da la culpa)

Raymundo Ibañez dijo...

Tal vez no sea culpa... tal vez...