La encontré el día en que todo siguió su curso. Leía absorta la historia de un crimen argentino. Todo pasó de pronto. Me dieron ganas de acercarme y fui para hablarle. Me contó de las viejas historias de su abuela y del violeta color de sus zapatos, de las noches secretas de su habitación y del brillante amanecer en la costera. Así había empezado todo. Me hizo creer que no existían los secretos, quedé inmerso en la más profunda de sus dudas. Esa misma tarde se hizo noche, luego día, y ya no hubo separación posible. Pasamos jornadas enteras conversando y las noches descubriendo el frágil lazo que ataba nuestras vidas. Entre el débil rubor de los pudores y la secreta nostalgia, revelamos el mundo paralelo de minúsculas coincidencias que al paso de las horas se volvieron inobjetables. En la tenue luz, a medias encendida, perdí los temores de la desconfianza. Sin metáforas, sin eufemismos, lo dije tal vez todo. No escondí ni aquel secreto que por años sólo fue un recuerdo mío. Sin querer, desdoblé hoja por hoja las fechas del viejo calendario. Repetí todos los nombres, develé cada memoria, le di forma a cada cosa. Las palabras se volvieron sentimientos que al pasar de cada hora tomaron forma de sentido. Mi antiguo código de no creencias se desvaneció con lentitud ante la opción de una esperanza. Fuimos juntos a recoger, del viejo cuarto, cuadernos y vestidos. En la mañana un café ya estaba esperando. Entre el amanecer y el medio día no fue posible la distancia. Nunca un insomnio fue tan grato, jamás un despertar tan placentero. Por primera vez pensé en presente, dejé el pasado en el baúl y el futuro para luego. Cuántos libros leímos juntos de tanto hablarlos, cuántas lenguas se volvieron una sola. El tiempo casi se detuvo. El secreto final, que todo inicio comprendía, quedó fuera de cualquier predicción posible. Y ya entonces, alcanzaba a percibir, sin ganas de pensarlo, el peligro inminente de la despedida.
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