El nuevo cuadro ocupaba todo mi tiempo. Por primera vez estaba por encima de otros intereses, por encima de ella misma. La minucia en los detalles me permitía pasar horas incontables dedicadas a retocar palmo a palmo cada color y cada trazo. Salía del estudio sólo a comer lo que encontraba para después volver al trabajo con obsesión. Algunas veces lográbamos encontrarnos a esas horas y coincidir en la comida. Hablábamos poco. Me preguntaba sobre mis avances y yo le trataba de explicar algo que tampoco comprendía. Le hablé un poco de mis viejas preocupaciones estéticas, que ella conocía de memoria, mientras fingía limpiar el mantel que yo había manchado. Algunas veces decía tener cosas urgentes por hacer y se iba antes de terminar la comida, otras se esperaba paciente, me recogía el plato y me hacía algún cariño en el pelo. Yo volvía a trabajar tratando de no pensar en nada y concentrarme en lo que hacía. Poco a poco la cosa frente a mis ojos tomaba forma y empezaba a invadir la tela. Se empezaba a volver la cosa distinta a la que yo había imaginado pero al fin yo cedía y dejaba que pasara sin dar marcha atrás sobre lo hecho, dedicado más a pulir los detalles que a trabajar sobre el concepto. Sólo me detenía cuando los ojos comenzaban a arder de tanto estar fijos en el mismo punto. Salía muy entrada la madrugada y, con pereza de repetir el ritual de la comida, me seguía directo a la habitación que para entonces ya estaba en penumbra. Me desvestía sin encender las luces y me dejaba caer del lado de la cama que me correspondía. Al meterme debajo de las sábanas podía sentir su cuerpo que se movía con inquietud al sentirme en el otro extremo. Para no despertarla, lo hacía con lentitud hasta quedar de costado dándole la espalda mientras el sueño me vencía. Dormía hasta tarde; cuando despertaba ella no estaba. Me preparaba un café y con la taza en la mano regresaba al estudio para continuar lo del día anterior. Las horas eran de pronto días y los días semanas. Entre esto alguna vez salía a caminar para probar un poco de sol y comprar cosas que se habían terminado. Regresaba por la tarde y me volvía a hundir en mi agujero y en mi cuadro. Cada día sentía más cerca el final y cada día me preocupaba más retocando detalles por los que antes había pasado mil veces. Entre más avanzaba, más retrasaba el término de la obra. Un día de rabia, en que mi pulso tembló y cometí un error imperdonable, quise destruirlo todo para recomenzar. No me atreví. Estiré la mano hacia la tela con furia y me detuve en el aire, temblando. Grité. Grité como nunca antes, escupí toda la mierda contra aquel cuadro insoportable, deambulé por aquel sitio arrancando todo a mi paso. Tiré libros, destrocé papeles, patee con todas mis fuerzas la puerta de madera. En medio del terremoto me solté a llorar como un niño. De hinojos en medio de la habitación destruida, con la cara entre las manos, me convulsioné presa de un llanto incontenible, gritando, babeando, meciéndome adelante y atrás sin control sobre mi cuerpo. Cuando las lágrimas dejaron de rodar seguían los gritos y las convulsiones. Lento, como va cayendo una hoja acariciada por el aire, me fue regresando la calma. Así me quedé presa del trance hasta que las piernas comenzaron a entumirse. Me fui levantando poco a poco para quedar aún de rodillas con la cara levantada. Como venido de un profundo sueño vi los estragos de mi tormenta. Caídos de los anaqueles, estaban los libros tirados y abiertos en el piso, los papeles esparcidos y arrugados, la paleta volteada boca abajo con restos de pintura por todo el cuarto, una pequeña escultura romana hecha pedazos; en medio de todo, el caballete levantado, como una esfinge que sobrevive a la más terrible destrucción, y yo frente a él, postrado, deshecho, derrotado.
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