lunes, 15 de diciembre de 2008

Cuando volvió, la anciana parecía estar esperándola. La puerta estaba abierta. Entró sigilosa, emulando pisadas de un gato que no se veía por ninguna parte. Empujó con cuidado la puerta entreabierta que giró en sus goznes para mostrar la luz que venía desde dentro. Metió la pequeña cabeza antes que el cuerpo, con miedo de ser descubierta, luego avanzó hasta llegar a la cocina. La anciana estaba ahí, mirando atentamente, como si desde siempre la hubiera estado observando. Ella se detuvo, asustada. Bajo el viejo suéter, el bulto escondido casi se escapó de sus brazos. La mujer se levantó y sirvió en un plato una sopa caliente. Debes de tener hambre. Temblando se sentó, tratando de no descubrir el pequeño paquete escondido. Sin soltarlo comenzó a comer. La sopa le quemó los labios, la lengua. En pequeños sorbos llegó al final de un ritual silencioso. Lo has terminado. Ella dijo que sí, pero la anciana no hablaba del plato de comida y sabiéndolo abrazó con más fuerza el paquete que no alcanzaba a cubrir del todo. Es un libro bellísimo, seguro que te ha gustado, siempre habrá uno para ti. Sentía vergüenza de sentirse descubierta, sentía aún más vergüenza de no ser reprendida. Aún cuando escuchó el ruido que hacía la comida al caer en el plato del piso, aún cuando oyó los ruiditos de la anciana, aún cuando adivinó la entrada sigilosa del gato, no levantó los ojos. Tengo que irme, si quieres dormir, sabes cuál es tu cuarto. Recogió el plato y lo puso en el fregadero, como antes, se fue y la casa se quedó sola con ella y el gato que se lamía los bigotes. Cuando se supo sin nadie, fue directo al lugar de donde era el libro, lo miró un poco antes de ponerlo en el pequeño espacio que evidenciaba su falta a pesar de haberlo evitado; como una ficha de rompecabezas encajó perfecto en su sitio. Salió y subió las escaleras, la puerta estaba abierta y las sábanas impecables. Con las rodillas en el pecho, con las manos entre ellas, durmió la siesta de un cansancio neocénico de dos millones de años, aun sin saberlo. La despertaron terribles ganas de orinar y se levantó buscando un sitio. En el mismo cuarto encontró un baño y dejó que el chorro caliente se escapara de golpe disfrutando el placer de aquel orgasmo urinario. Se levantó y miró en torno. Todo blanco, todo impecable. Hacía tanto, tanto, tanto, que sin pensarlo abrió el grifo y oyó emocionada el agua caer de golpe. En el piso quedaron los remedos de ropa, los zapatos sucios. Acostumbrada, no temió al agua fría. Miles de gotas caían sobre ella resbalándose en delgados ríos que la cubrían toda. En breves instantes el agua comenzó a calentarse y ella se reía tratando de atrapar las gotas con las manos hasta que fue demasiado y pegó un grito tratando de escapar del acuífero fuego. Esquivando el agua que hervía, alcanzó la otra llave y al fin pudo abrirla; después de luchar con la combinación, alcanzó el punto exacto. Se bañó sólo con agua, se limpió de la inmundicia de las calles y del oscuro paso del tiempo, se hizo de nuevo. Cuando quiso vestirse olió la mugre de su ropa y no se atrevió. Trémula de agua, abrió el ropero. Encontró sin sorpresa vestidos como hechos para ella, tomó el primero que era verde y se lo puso, también unos zapatos negros medio número más grandes. En un cajón encontró media docena de calzones de colores y tomó el que estaba encima. Peleó con los zapatos puestos antes de lograr acomodarlo en el sitio exacto del cuerpo. Un pequeño espejo en el primer cajón le hizo entender que estaba limpia y se sintió feliz. Bajo corriendo la escalera y regresó a donde antes había estado. Riendo divertida volvió a pasar el dedo por el lomo de los libros, al final tomó uno que era rojo. Hace di-di-ez a-ños, en el ve-ra-no, Án-gela llegó a mi casa. Con-se-je-ra de di de di-os y del ma-lig-no, en el am-bi-gu-o es-pa-ci-o desualma, te-ní-a la ca-pa-ci-dad de per-ma-ne-cer au-sen-te del mundo, in-tac-intac-intacta. Esta vez no trató de cubrir el espacio sabiendo que no era posible y que ya había sido descubierta. Cerró la puerta, fue al ritual del espejo y después salió huyendo por el largo de la calle. Cuando la anciana regresó, la casa permanecía ausente del mundo, intacta.

Estoy tratando de regresar de un no sé qué, de un no sé dónde. Estoy tratando de hablar una lengua que parezca comprensible. O quizá que no comprenda nadie. Estoy tratando de darle nombre a las emociones que no la tienen. Estoy tratando de decir que no encuentro la palabra exacta. De tanto intentarlo tal vez la encuentre o tal vez me resigne, o tal vez sólo nada.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Costumbres decembrinas

Es un lunes y es diciembre. Al fondo se oye música de villancicos. Como la reitereación anual del ciclo de lo que somos: animales con costumbres cotidianas.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Los rastros de una vida se van perdiendo al paso de los años. Sin testigos de los hechos no hay nadie que pueda verificarlos. Las historias que ella me contó después, jamás pude saber si eran verdaderas. Me contó de una anciana que la encontró una noche en que llovía y la llevó a su casa. Aquella noche fue la mejor comida de su vida. Hubo pan, carne, café (sin leche), incluso fruta a pesar de que a esas horas no era el mejor momento para comerla. La anciana preguntó por el nombre de sus padres que ella para entonces ya no recordaba. Le habló de los días en aquel sitio y cómo había huido después. Cómo había deambulado por las calles desconocidas y cómo había encontrado muchos que, igual que ella, vagaban por las calles en la complicidad del hambre hurgando entre los basureros, inventando oficios deplorables para conseguir comida, dinero, drogas. Le habló de los primeros amigos que fueron desapareciendo uno a uno, unos muriéndose de algo, otros desapareciendo solamente sin que nadie volviera a saber de ellos jamás. Le habló del viejo suéter roído que aún sobrevivía, de la casa de sus padres. Su voz fue tímida primero, pero al paso de la confianza, se volvió más viva, con la alegre estridencia infantil hace tanto tiempo olvidada y acaso el brillo de la imaginación retornó a sus ojos cuando entre risas le contaba como corrían por las calles persiguiéndose unos a otros, sin reparar en la gente que parecía siempre tener prisa por llegar a alguna parte, sin tener mucho cuidado con las largas filas de autos que nunca respetaban la luz roja. Eran días en que el tiempo no era tiempo, o no era tiempo de horas. Era tiempo de días y de noches, de despertar y dormir. De despertar para correr y buscar comida, de dormir cuando el pequeño cuerpo no daba más. Alguien le había enseñado a robar carteras, era la cosa más fácil del mundo. Andaba por la calle y estiraba la mano pidiendo unas monedas, si la moneda llegaba, el donador quedaba perdonado, pero si no, entonces había consecuencias en aquellos que miraban con asco y se seguían. Ella insistía pegándose muy cerca de la gente que trataba de evitar la mugre de su ropa y entre esos movimientos lograba sin demasiados problemas tener en su mano, después de pocos segundos, el pedazo de piel doblado que escondía un par de billetes. También decidió coleccionar los plásticos de colores que le gustaban mucho. Sólo los desechaba cuando se repetían. Tenía plásticos azules (sobre todo azules), grises, rojos, incluso amarillos. Su mayor tesoro fue aquel plástico verde que nunca se volvió a repetir. Todos se habían perdido la noche en que llegaron los del otro barrio a molestar. Les quitaron todo. A ella sus plásticos de colores (menos el verde que había escondido bajo unos periódicos cuando los vio venir) y la ropa. Y no porque su ropa valiera algo (tampoco los plásticos de colores), sino porque después le ponían las manos por todos lados mientras ella trataba de defenderse a arañazos y mordidas hasta que ellos la sometieron a golpes y luego vino lo demás que ya no pudo contar porque se deshizo en llanto y la vieja tuvo que ir a abrazarla para darle un poco de consuelo por un llanto que no permitía las palabras. Se acurrucó en el pecho de la anciana como si aquella fuera su madre y, cuando el llanto fue pasando, comenzó a quedarse dormida. Despertó en una cama enorme y vieja. Se asustó. Se levantó de prisa y corrió hacia la puerta de aquel cuarto desconocido. Bajó aprisa una escalera que tronaba a cada paso. Al final, cuando casi alcanzaba la salida vio a la mujer bebiendo una taza de café. La carrera se terminó de pronto y no supo qué hacer, sentía vergüenza, pero no lo sabía y tampoco sabía por qué. Hay comida en la cocina, dijo la anciana tranquilamente, como si no se hubiera dado cuenta que ella trataba de huir y le dio la espalda caminando hacia aquel sitio. Ella la siguió con pequeños pasos, todavía asustada, todavía con vergüenza. En la pequeña mesa redonda, había huevos cocidos en un plato y una delgada tira de carne tostada, había jugo de naranja que sabía diferente a las que había probado antes, manzanas, un plato hondo lleno de leche donde nadaban muchos pequeños trozos de alguna cosa extraña y una taza de café humeante. La mujer se sentó al otro lado concentrada sólo en la taza que tenía enfrente. Ella se detuvo enfrente de los platos. Tomó la manzana y le dio una pequeña mordida, luego otra más grande y continuó hasta que sólo quedaba el tronco que dejó sobre el mantel. Sin pensarlo se sentó y se bebió de un trago el vaso de jugo y comió como pudo el plato de huevos cocidos y la delgada tira de carne. Luego miró el plato de leche, pero no le hizo caso. Finalmente se bebió el café en pequeños sorbos después de quemarse en el primer intento. No te gusta el cereal, preguntó la anciana con curiosidad. El nombre era nuevo pero ella supo a qué se refería y movió la cabeza negando sin levantar los ojos. La mujer estiró las manos para tomar el plato y lo vació en un pequeño recipiente que había en el piso y luego empezó a hacer ruidos extraños como para llamar a alguien. Un pequeño gato salió de no se sabe dónde y fue directo al pequeño plato bebiendo con avidez la leche hasta que al fondo sólo quedó la sopa de cereales que el gato no tocó. Ella no sabía qué hacer y no se le ocurría nada qué decir. Tenía la mirada fija en las acciones del gato y las manos entre las piernas juntas. Cuando el gato terminó, se estiró arqueando toda la espalda, ayudado con las patas delanteras y luego se fue lentamente por donde había venido. La anciana volvió a mirarla. Ella no levantaba la vista pero sintió como la miraban y se sumió más en el asiento sin despegar los ojos del plato que el gato había bebido. Puedes quedarte, fue todo lo que oyó. Luego, la mujer comenzó a recoger los platos y a ponerlos en el fregadero. Ella la siguió con la mirada. Si tienes hambre hay más comida ahí, y señaló el refrigerador, Yo tengo que salir un momento, si tienes sueño puedes dormir en la cama donde has dormido anoche, sabes, fue difícil subirte hasta allá, ya eres una niña grande, y le sonrió mientras le acariciaba el cabello. Ella se asustó y se encogió un poco más, girando la cabeza hacia el otro lado. La mujer terminó la caricia y luego se alejó con pasos tan silenciosos como los del gato. Un pequeño ruido anunció que la mujer había salido de la casa. Aún dejó pasar un poco de tiempo antes de atreverse a salir de la cocina. Fue mirando al fin la casa los muebles, con la cautela de alguien que se piensa observado. Miró retratos colgados en las paredes, muebles enormes y viejos, paredes de un color antiguo. Levantó figuras de porcelana que en fila se formaban sobre una mesita y tocó la suave textura de la superficie. Vio una puerta y fue hacia ella, girando el picaporte la abrió. Nunca había visto algo parecido. En aquel cuarto, alrededor de las paredes había filas y filas de libros formados por tamaños, por colores. Se acercó y con un dedo fue acariciando el lomo de todos los de una hilera hasta dar toda la vuelta al cuarto, luego hizo lo mismo de regreso en la hilera de arriba. Al fin se atrevió a tomar uno con miedo que al sacarlo de su sitio los demás se cayeran unos sobre otros. No pasó nada, los otros se quedaron en su sitio. Era un libro gordo, de muchas hojas. Lo abrió al azar y se encontró con las millones de manchas negras que bailaban ante sus ojos. Había aprendido a leer hacía tiempo, pero lo hacía con lentitud. La ca-sa es-ta-ba va-cí-a, leyó. Luego, To-qué tres ve-ces, na-die res-pon- dió. No miró ninguno más, cerró el pequeño espacio que había quedado con los libros de los lados, eran tantos que nadie se daría cuenta. Salió de aquel cuarto y cerró con cuidado como si fueran necesarias las precauciones. Después, con el libro bajo el brazo fue a la siguiente puerta y encontró un baño. Un baño y un espejo. Se miró, se miró y no sabía que era ella, lo sabía, pero no se reconoció. Antes se había visto en los cristales de las ventanas y los aparadores de las tiendas pero entonces había sido parte de todos los demás reflejos y no prestó importancia a su propia imagen. Ahora ella era el centro de todo el reflejo. Veía su cara sucia, su cabello enmarañado, sus labios despellejados. Veía su cuello flaco, su dedo índice dibujando la silueta en aquel muro de cristal, veía su suéter hecho pedazos de tan viejo. Primero tocó el cristal, luego así misma. Se acarició las cejas, las mejillas, los labios. Estaba sorprendida de mirarse, de reconocerse, de encontrarse. Colocó el libro sobre el lavabo para poderse tocar con ambas manos y así pasó largo rato, descubriéndose los lunares y el color de los ojos. Cuando al fin salió del trance, tomó el libro de nuevo entre las manos y lo acarició también. Se miró por última vez y cerró con cuidado del mismo modo que había hecho antes, como si dentro alguien pudiera despertarse. Sin detenerse en más, buscó la salida y se fue de la casa. Cuando la mujer volvió, la casa estaba vacía. Subió al cuarto donde imaginó que ella dormía, tocó tres veces, nadie respondió.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Dolores

Me duele la cabeza desde hace meses. Dicen los doctores que el dolor sólo es el síntoma. Que aquello es la revelación del verdadero problema.

Tengo también otro dolor, pero de éste no encuentro el lugar exacto.

Eufemismo

Estoy tratando de escribir algo privado que parezca público. Estoy tratando de contar alguna cosa que no parezca dirigido a alguien en particular. Un eufemismo, en suma. Como el inteligente lector habrá notado, nunca lo consigo, a pesar de que intento siempre "cambiar las circunstancias, la hora, el lugar y uno o dos nombres propios".

martes, 11 de noviembre de 2008

lunes, 27 de octubre de 2008

Qué remedio, vengo aquí, a escribir de nuevo aunque me falten motivos. Ni soy feliz ni tampoco estoy triste, ni me detengo ni sigo ningún camino. Sólo estoy a la mitad, a medias de uno sé qué, de un no sé nada. Ni hay nadie al lado ni me preocupo mucho. Enciendo el cigarro 131,400 de mi cuenta personal y no sé cuántos faltan para que sea imposible hacerlo de nuevo. Aún no soy capaz de cruzar la frontera. Todavía escribo. Cuando descubrí que no había nada de interés en el mundo comencé a leer, cuando esto no fue suficiente empecé a escribir, primero a solas, ahora hasta lo hago público. Hace tiempo que perdí el miedo a que miraran lo que había más adentro, dejé que alguien lo hiciera, a pesar del riesgo. De tanto evitarlo, he hecho el ridículo por años y ahora me despierto cada día convenciéndome de que ya no lo haré más, al menos conscientemente. Estúpido propósito irrealizable. Seguiré dando tumbos, aunque cambie el nombre propio y hasta la circunstancia, nadie va a venir a asomarse de verdad en mi ventana. Seguiré creyendo falsamente, porque la fe, aunque falsa, es la única que nos sostiene, que vale la pena seguir escribiendo aunque ese alguien ya no tenga nombre, aunque nunca lo haya tenido. Seguiré escribiendo para todos, es decir, para nadie, acaso sólo para mí. Seguiré fingiendo que me lees, por creer en algo, porque es difícil no tener un dios o un diablo, o una bandera a quien rendir culto, o un héroe a quien mirar hacia arriba. Seguiré escribiendo una novela que no va a ninguna parte, que no va a publicarse nunca. Dejaré que la pluma pase por encima de un papel que por mi causa ya no estará en blanco, manchado por la tinta trémula de alguien a quien tiembla el pulso. Después de todo, eso es lo único que hago, aunque no bien, apenas si lo consigo.

sábado, 25 de octubre de 2008

Hospitales

Batas y paredes blancas. Visitas de seis a siete. Comida de mierda. Un hombre que con la sabiduría del oficio nos dice con voz grave: está usted enfermo, no sabemos de qué.

lunes, 20 de octubre de 2008

Souvenirs

Un paisaje en verde: La toscana. Un edificio: el Duomo de Milán. Un laberinto de agua: Venecia. Un orgasmo increíble: la capilla sixtina. Un sonido que queda: Una mujer cantando Nessun Dorma en una esquina. Un aroma danzando en el aire: el que traía el viento desde el puerto. El mejor camino: las noches de Florencia. Mi mejor recuerdo: unos ojos que contaban mil cosas en cada mirada. Mi mejor secreto: el nombre de la chica.

Fotografías

Me piden pruebas de que he estado en otro lado. No las tengo. Las fotos que he tomado ayer, antier, hace semanas, se parecen tanto a las de otros, tanto, tanto, tanto. ¿Serán iguales los recuerdos? A los míos les falta algo, no puedo decir el qué.

lunes, 13 de octubre de 2008

Había llegado de seis, se había ido de nueve, siempre silenciosa. Reía con el vuelo inexacto de los colibrís y la persecución a las palomas. En un mundo habitado sólo por ella, nadie lograba acercarse nunca. A veces la descubrían llorando en algún rincón de la casa, pero no era la única en aquel lugar que lo hacía con frecuencia. Parecía no tener ningún recuerdo, como si su vida hubiera comenzado sólo al entrar en aquel sitio. Se fue un día sin decir a nadie nada, siempre silenciosa. Además del nombre de sus padres o su antigua dirección, no había más datos. La mujer que la hizo llegar ahí no supo decir demasiado. Era común que los chicos huyeran, nadie se sorprendió. Cuando eso sucedía, solían irse dos o tres juntos, ella se había ido sola, lo supieron por la tarde, en la revisión de los cuartos. Hicieron el reporte de rutina y lo sumaron al archivo. Era todo. No supieron decirme nada más. Cuando salí, me detuve un poco a mirar a los que jugaban en el patio, una pelota casi rompe una ventana, una mujer pegó un grito de advertencia, un segundo de silencio y luego la continuación del juego sin más, risas, gritos, corretizas. La calle era la misma que antes, con sus árboles recién plantados, con el ruido de un claxon para rebasar al coche de enfrente, con el semáforo inservible. Y yo pensaba en la niña perseguidora de palomas que debió salir una mañana de hace muchos años por esta misma calle y traté de imaginarla dudando en la esquina si seguir de frente o dar vuelta hacia algún sentido. Giré hacia la izquierda. Caminé un poco tratando de adivinar. Desistí dos calles después cuando comprendí que era imposible perseguir su rastro, que se había desvanecido en algún sitio hasta que la encontré aquel día leyendo la historia de un crimen argentino. Ya no tenía nueve años, pero seguía pareciendo indefensa. Me senté a su lado sin hablarle y encendí un cigarrillo mientras miraba hacia ningún lado. ­­Cuida mi libro, no te lo vayas a robar, te estaré vigilando, y se levantó dejando el libro sobre la banca y corrió a perseguir a una paloma gorda que caminaba estúpidamente a unos metros de nosotros. Se acercó poco a poco, agachada, estirando las manos. La paloma primero caminó más rápido y luego voló definitivamente. Ella regresó enfadada, Pinche paloma. Yo había comenzado a mirar la contraportada y me lo arrebató, Te dije que lo cuidaras, sonreí divertido, ¿Lo has leído? Sí, hice una pausa, Varias veces. Entonces déjame terminarlo y tendremos una larga plática. Esa tarde comimos juntos y se quedó a dormir conmigo. Así comenzó todo para mí. Aquella larga plática nunca llegó porque al principio no era necesaria y después resultó imposible.

Trenes

Dicen que hay que pedir un deseo cada que pasa un tren, pero ¿qué hacer cuando es uno el que va en ellos?

sábado, 11 de octubre de 2008

Capri c'est fini

Domani Capri, sempre domani. Capri no llegó. En la última hora lo he comprendido: Capri no llegará nunca. Y sin embargo, por necesidad, por urgencia de motivos, cada mañana me miento frente al espejo que hoy no, pero que mañana, Capri llegará por fin. Domani Capri, me repito cada día, Domani, forse domani, aunque en el fondo todos sepamos que Capri no ha de llegar jamás, y todos ayudan diciendo que Domani Capri y nos reímos y mañana diremos que mañana y aquella mañana que la siguiente, aunque al fin todos sabemos pero no aceptamos, porque aceptarlo es imposible, que no hay Domani, que no hay Capri, porque Capri, aunque no queramos que así sea, Capri c'est fini.

Domani Capri

Tres días de mierda y la infame sensación del abandono. Por fortuna algunos cómplices que me mejoraron los días y me regresaron la esperanza de que mañana, siempre mañana, Capri estaba esperando. Entre tanto, minúsculos instantes, felicidad infinita. Domani Capri.

Vietato Tocare

Es difícil, a veces terrible, viajar con alguien que no te cae bien y he viajado 20 días en la peor de las compañías: yo mismo. Me cagan los turistas y yo soy el peor de todos. Estoy cansado de ver iglesias, museos, ruinas, todo muerto. Me gusta ver, soy sustancialmente un voyeur, pero me hace falta tocar, saborear, aspirar, sentir. Vietato tocare dicen todas las cosas. Los días que me quedan dedicaré a buscar algo (¿o alguien?) que con letras enormes diga: SI PREGA TOCARE, SENTIRE.

Nessun dorma

Firenze. Nessun dorma. Nessun dorma. Migue Ángel, el David. Nessun Dorma, Nessun Dorma.

Intermedio

Pausa. Es difícil viajar con una maleta tan pesada cada día sobre la espalda. Traigo tantas cosas que no se acaban nunca, que no se olvidan jamás. Quiero que se vayan regando por el camino y no es posible. Pesa tanto, tantísimo. Voy con todo lo que soy a cuestas.

Venecia y su laberinto

Todos los caminos conducen a Roma, los caminos de Roma a ninguna parte. El laberinto de Venecia siempre hacia un canal, siempre a Piazza Roma, siempre a la estación ferroviaria, como diciéndote adiós para siempre.

Aleph Romano

Ante la increible, colosal, piedra del Coliseo "temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido". ¿También yo iré falseando y perdiendo bajo la trágica erosión de los años los rasgos de Beatriz?


J.L.Borges.

Aeropuertos

Un avión es un túnel donde el tiempo de antes es el de después o viceversa. Donde 12 horas se vuelven 19 de improviso o 5, nunca se sabe. Ahora no sé la hora precisa en la que escribo. Estoy en el aeropuerto desde hace más de 30 días y no es posible regresar el tiempo.

Volver

Para decir que uno ha vuelto, es preciso haber regresado de algún lado y tornar al sitio previo. No sé en dónde he estado. Este lugar tampoco es el mismo.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Devoro aliento que ya no es tuyo. Me prendo de ti. No son mis manos las que te tocan, ni mi piel la que se reúne con la tuya. No voy a penetrarte solamente. Dejaré que tu cuerpo el camino marque, permitiré que no sea yo sino tú quien entre espasmos se queme por dentro. No seré yo, no basto, quien ha de darte el lujo de saberte viva. Voy a devorarte y no es suficiente, voy a quererte y no alcanzará para nada. Voy a hundir mi lengua entre tus muslos y mi saliva será la mínima porción que tu humedad provee. Voy a quererte llenar para completarme de nuevo, voy a andar sobre tu piel como la cima de una montaña que nadie alcanza. Recorreré tu ser como un desierto, buscaré de dónde beber el agua para no morirme. Vas a necesitarme, no porque sea yo, sino por las ganas  de sentir que alguno está en tu espera. Entregaré las armas y, sin embargo, volveré a tomarte como antes, sin certezas, sin miedo, sin ausencias. Y ahí vas a estar tú. queriendo querer que yo te quiera.

sábado, 30 de agosto de 2008

Una pausa, necesaria. No podré escribir durante un mes. Para cuando regrese, mis pocos lectores se habrán ido. ¿Habrá otros? Poco probable. Vendré después a recoger las cenizas de lo que ha quedado y trataré de construir lo derribado. Es difícil escribir para nada, para nadie. Pero esto se ajusta a la verdadera sustancia: las cosas que uno hace cada día sirven para nada, sirven para nadie. He tratado de autosalvarme, no lo he conseguido. Cada palabra, cada coma es el intento. Mido el tamaño de cada palabra que escribo, ni una sola de ellas alcanza para hacer el resumen del más pequeño de los sentimientos. Esta puta sensación de saber que no hay nada detrás asesina segundo a segundo. Voy a caminar, mucho, mucho. Voy a jugar el juego de creer que hay cosas que no he visto y estaré de vuelta y entonces sabré de cierto, sin suposiciones, que en ningún lado hay la puerta correcta que debo tocar. Hasta la siguiente palabra, hasta la siguiente coma. Una pausa, necesaria. Si alguien viene mientras tanto, deje mensaje, tengo ganas de leer a otros, ya no a mí.

martes, 26 de agosto de 2008

La noche en que todo ocurrió era una noche cualquiera. En aquel bar todos hablaron de mujeres —como siempre— y de riñas callejeras. Uno contó de las tres muertes que pesaban sobre su inexacta conciencia. Hubo admiración, aplausos. Bebí sólo dos copas en tres horas, lento, trago por trago, más por ritual que por deseos de embriaguez. No quería perder un solo gramo de cordura, no deseaba pretextar aquello y perder así el profundo sentido que mis actos buscaban esa noche. El hombre de las muertes me invitó otro trago, no acepté. Bebí las últimas gotas de la última copa y aún encendí un par de cigarros más, antes de pagar la cuenta y salir de ahí. No me despedí de nadie, porque a nadie conocía, tampoco a aquél que contaba sus hazañas. Conté calle por calle y fueron doce. En la esquina de la cuarta, una mujer se puso frente a mí y me ofreció por unos billetes una hora de compañía; no fue la compañía lo que acepté, fue la hora ofrecida. Al final, fue mucho menos pero no importaba. La oí bajar casi corriendo la escalera, la vi a través de la ventana entrar a la farmacia, esperé un poco, fumando, pensando siempre en lo mismo. Baje y seguí por la quinta y la sexta. Nada más pasó. Al fin llegué a la casa, al fin metí la llave en la cerradura, al fin la giré, al fin abrí la puerta, ella ya estaba ahí, esperando.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Sólo memoria e imaginación bastan para crear literatura. A veces hay más memoria que imaginación, otras a la inversa. En mi caso, soy incapaz de notar la diferencia. No sé si lo que recuerdo sea memoria o sólo imaginación.

lunes, 18 de agosto de 2008

Recuerdos literarios

Dicen, los que me han oido contar, que mis recuerdos no se parecen en nada a cómo sucedieron. Mis recuerdos son siempre literarios, desprovistos de la vulgaridad del hecho en sí mismo, por fortuna.

El recuerdo me llegó de pronto aquella tarde de lluvia. No había vuelto a recordar la escena, a pesar de que entonces me había impactado mucho. Ahora estaba otra vez, solo, enfrente de aquella casa abandonada. Volví a mirarla, con más atención que la primera vez. Puse las manos sobre la puerta y empujé con fuerza. Como antes había imaginado, la puerta no tardó mucho en abrirse. La hierba del patio se levantaba medio metro sobre el suelo surgiendo de las ranuras quebradas del pavimento y era complicado cruzar. Avancé cuidadosamente sintiendo como mis pies se hundían entre la maleza haciéndola crujir. Oía los ruidos de ratas y bichos huyendo de mis pasos, olía el fétido olor del abandono. Subí por unas escaleras que crujían con el peso de mi cuerpo, sosteniéndome de un barandal oxidado, casi despegado de sus goznes. Llegué a lo alto no sin miedo, trastabillando entre los obstáculos a mi paso. Entré a un cuarto con una puerta abierta que estaba a punto de caer. De viejos muebles corrían despavoridas arañas y cucarachas que volvían a esconderse en otro lado y de ese otro lado salían otras que iban hacia el primero, como una eterna migración de bichos desconcertados. Miraba muebles de madera a punto de deshacerse, abría cajones contenedores de trapos que en otro tiempo debieron ser ropa multicolor, de artefactos carcomidos por los animales que habitaban aquella mansión de olvido, con un espejo que reflejaba distorsionada la imagen borrosa del abandono. Del colchón de una cama de sábanas deshechas salían más y más insectos de denominaciones múltiples y entre lo que una vez fueron almohadas subsistía una camada de roedores recién paridos que chillaban en su ceguedad al notar mi presencia. Desde dentro, pude ver el otro lado de aquellos trapos que alguna vez fueron cortinas, los aparté para mirar la calle a través de la opacidad vetusta de los cristales y noté que estaban rotos. Cuánto tiempo hace ya de esta orgía de animales invasores, cuánto habrá pasado para derruir lo construido. Recorrí cuartos en iguales circunstancias, con pintura carcomida por el tiempo, con muebles apolillados y cortinas que ya no lo eran; en el último, encontré las cosas de una niña, los restos de muñecos afelpados, collares que habían sido verdes o amarillos, un cuaderno de hojas acartonadas que crujían al abrirlo y que escondía líneas de colores, círculos que no lo eran de todo y algunas trazos de letras que intentaban ser un nombre. En los muros, aún sobrevivían los restos de una crayola roja que con círculos y líneas formaban tres imágenes de boca curveada hacia abajo. Dejé todo intacto y bajé no sin dificultad hasta la maleza de la entrada y volví a cerrar la puerta que chilló al girar a su estado original. Caminé unos pasos hasta la siguiente puerta, unas voces se oían desde dentro. Toqué. Me abrió un hombre que me miraba desconfiado. Al final me hizo pasar y me dejó hablar con una anciana en silla de ruedas. Como si todo hubiera sido ayer mismo me contó todo, me habló de la madre y del padre y de cómo llevó a aquella niña a vivir al orfanato en un acto de piedad. Nunca había vuelto a entrar a la casa, ni ella ni nadie, tampoco sabía que había pasado después. Me dio el nombre del lugar, luego se quedó dormida. Salí y el hombre me despidió aún con desconfianza. Prendí un cigarrillo mientras caminaba hacia mi cuarto, marcando cada paso lentamente, tratando de ordenarme las ideas, buscando algún sentido a esa historia, a la que conocí luego y a la que después pasó. Se fue haciendo noche sin darme cuenta, cuando llegué a mi cuarto todavía llovía.

viernes, 15 de agosto de 2008

Una tarde, en que decidimos caminar buscando un cine que nos dijeron que estaba cerca, pasamos por una calle donde nunca antes habíamos estado. La regularidad en el estilo de las casas y su distribución no hacía diferencia. Íbamos uno al lado del otro preguntándonos cada tanto si estábamos en la dirección correcta y nos deteníamos a mirar hacia atrás pensando tontamente que tal vez no habíamos notado la enorme entrada que anunciaría el nombre del lugar, luego seguíamos o preguntábamos y nos daban nuevas indicaciones, unas en sentido contrario a la anterior. Casi nos habíamos resignado a no encontrar nada cuando sucedió de pronto. La sentí reducir el paso y obligarme a ir más lento también, noté sus ojos fijos en un punto y avanzar hacia allá, hipnotizada. Qué has visto. No me escuchó. Pasó junto a mí, ajena a mi presencia y cruzó la acera hasta detenerse por completo frente a un pórtico derruido. Fui tras ella y me detuve a su lado. Es aquí, dijo para sí. La casa estaba abandonada desde hace mucho, las puerta parecían que se caerían al ser empujadas. Debajo de ellas salía pequeñas ramas de maleza que anunciaban que adentro había una selva infranqueable, contenedora de un zoológico de ratas y reptiles. La fachada apenas dejaba ver que había sido azul algún día. En las dos ventanas, detrás de unos cristales de opacidad vetusta, todavía sobrevivían unos pedazos de trapo espantosos que alguna vez debieron ser cortinas. Es aquí, volvió a decir en un susurro. Cuando regreso de la escuela mamá es quien abre la puerta. Papá siempre está perdido en su estudio trabajando en alguna cosa que yo no entiendo, a pesar de que me lo ha explicado tantas veces; es algo muy importante que le dará muchos reconocimientos. Eso dice mamá. Me muero de hambre, huele a sopa caliente y a ese guiso con verduras y carne que me gusta tanto. Papá no come con nosotros, siempre está trabajando en aquella cosa, se enoja si lo interrumpimos, dice que no entendemos que cualquier desvío le rompe la concentración. A veces está por días sin salir, mamá le lleva emparedados que en muchas ocasiones tienen apenas una pequeña mordida. Mis amigos dicen que papá se ha vuelto loco, mamá dice que los locos son ellos, que papá trabaja mucho, que es un intelectual. Yo no entiendo mucho, nunca quiere jugar conmigo y siempre está como triste o enojado. Mamá es otra cosa, ella se pasa el día conmigo y me lleva al cine que está cerca, tocamos timbres que yo no alcanzo y corremos luego muertas de risa. Cuando vamos al parque me persigue corriendo mientras yo tambaleo en la bicicleta. Mira mami, ya puedo, ya puedo. Me cura las rodillas y me da besitos que me hacen reír mucho. Por qué ya no sale conmigo. Ahora me pide que esté tranquila, que le duele mucho la cabeza, duerme casi todo el día. Yo trato de hacer el guiso de verduras pero nunca sale bien. Papá no me habla, está muy triste y a veces viene a abrazarme para llorar juntos. No sé qué pasa con mamá, ya no sale a jugar conmigo, ya no se ríe nunca. Cuando llego y le empiezo a contar lo que pasó en la escuela, ella se queda dormida. Eso me pone muy triste. Le duele mucho, a veces grita cosas horribles que me lastiman. Le estoy contando que me caí saltando la cuerda y ella comienza a gritar de pronto, no sé qué hacer, papá no está. Me acercó y ella se revuelve en la cama apretándose la cabeza con las 2 manos. Se jala el cabello. Por fin se calma y se queda dormida. Papá tarda mucho en regresar, mamá no despierta. Papá ya no llora aunque está muy triste. Se ha hecho viejito, la cabeza se le ha puesto blanca. Siempre en su estudio, pero ya no está sobre sus libros y sus notas como antes. Lo sé porque también le llevo emparedados que nunca come y sólo está mirando no sé qué cosa en la pared, sin cerrar nunca los ojos. Casi nunca voltea a mirarme. Yo a veces no tengo ganas de ir a la escuela y me quedo en casa todo el día y él nunca se da cuenta. He dibujado en las paredes muchas cosas, también a papá y a mamá tomados de la mano, conmigo en medio. Hoy ya no hay pan para emparedados ni nada que poner dentro. Tengo hambre. Entro a ver a papá, está dormido en la silla, me acerco a despertarlo y me doy cuenta que duerme igual que mamá. Me dan muchas ganas de llorar y lloro, lloro mucho hasta que se me acaban las lágrimas. Tocan a la puerta y voy a abrir tratando de contener el llanto. La vecina me pregunta qué me pasa. Le trato de explicar y ella no entiende nada. Entra a buscar a papá y oigo un grito. Llega mucha gente y un carro grande con luces. Sacan a papá acostado, cubierto con una manta hasta la cabeza. La señora me pregunta que si tengo hambre, Sí, no he comido nada, el pan ya se acabó y la leche sabe fea, ya no me gusta. Me trae pan y leche. Devoro el pan, pruebo la leche, no sabe fea como la mía, pero ya no me gusta. Me dice que dormiré en su casa y que mañana me lleva a un lugar donde hay muchos niños como yo. La ayudo a meter en una bolsa toda mi ropa y una muñeca. Me dice cosas, yo no le hablo, no puedo. Cuando terminamos de meter todo, me toma de la mano y me sonríe. Me suelta para cerrar. Yo no he sabido donde están las llaves así que solamente jala la puerta. Me toma de la mano y me hace caminar hasta la siguiente puerta sin decir nada. Se queda parada ahí mirando la casa, parece que aún está habitada. Adentro se oyen unos ruidos. Vámonos, me dice. Y con una sonrisa pueril, tomada de mi mano, me hace correr con ella mientras va saltando con un pie delante de otro. De pronto se detiene, se estira como si le costara trabajo alcanzarlo, toca el timbre y se echa a correr muerta de risa jalándome a mí en su huida. Corriendo llegamos al cine sin titubear. Mientras compro los boletos, ella da pequeños saltos con las puntas de los pies, muy ansiosa, sosteniéndose en la pared. La película no es cómica; ella se muere de risa con cada diálogo y con cada escena. Creo que ella está mirando una de hace muchos años.

jueves, 14 de agosto de 2008

La creación

Y el sexto día, el Hombre creó a dios, a imagen y semejanza suya. El séptimo comenzó a orarle.

Cita agendada

Nos veremos ayer, como nos vimos mañana. A las las cinco de la tarde de la medianoche.

Palíndromos

(léase de derecha a izquierda, de izquierda a derecha)

sólo estar solo.

muertos de sueño

noche de llorar, día de morir

nada como, polvo como

Monte Sinaí

No soy el que fui ni el que soy ni el que seré ni el lugar que piso es sagrado. El decálogo de las leyes comenzará nunca. Iré ayer a caminar sobre mis pasos, fui mañana a reescribir esta hora, será el lunes pasado, fue el lunes que vendrá.

Los dilemas del espejo

¿Serán verdad esa cara, esa barba sin rasurar, esos ojos de mirada absurda, esa sonrisa de imbécil? ¿Será verdad el espejo que refleja todo eso?

Recuerdos

Cómo será mejor medir el tiempo. Por horas, por minutos. No. Mejor por recuerdos, reales o imaginarios. Siendo recuerdos no importa mucho si alguna vez fueron verdad. Hoy estoy recordando Roma y Praga en donde jámas hube estado. Tengo un recuerdo contigo que no ha sucedido todavía.

Cuando todo pasó, al cuadro recargado en la pared lo cubrí para no verlo, y así estuvo por mucho tiempo, como una verdad implacable que debía de mantenerse oculta, resistiéndome a confrontarla. Traté de que la normalidad de los días me consumiera regularmente. Algunos días salía de la ciudad en busca de no sé qué cosas, a veces de amigos que no veía hace tiempo. Ella en ocasiones venía conmigo. Hablábamos poco y solía perderse en las calles de ciudades que no conocía mientras yo me quedaba sentado en algún sitio mirando a la nada. Volvía ya entrada la tarde a sumarse a las pláticas sobre recuerdos en los que no había coincidido. A veces se reía con las anécdotas estúpidas que resumían otra etapa de la vida o se sorprendía con detalles que nunca hubiera imaginado posibles. Otras sólo oía sin escuchar de veras, sumida en sus propios pensamientos inaccesibles. Cansada de recuerdos que no eran suyos, se dormía temprano mientras la reunión continuaba hasta la madrugada entre risas y nostalgias. Una noche, cuando al fin los recuerdos colectivos se terminaron, entré a la habitación donde debíamos de dormir. La luz estaba apagada, no la encendí para no despertarla. Choqué con un mueble, encontré la cama a tientas. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude ver los contornos y reconocer la tenue luz que se colaba por la ventana que hasta entonces noté que estaba abierta. Ella estaba ahí. Los pequeños ruidos provocados por mis tropiezos no la sacaron del trance. Qué haces, pregunté estúpidamente. Ya sabía que no habría respuesta. Tampoco me acerqué. Me tendí en la cama a mirar la silueta que a contraluz se dibujaba. De pie, de espaldas a mí, sujeta de la baranda, sin un movimiento perceptible, miraba pequeñas luces que al fondo destellaban. Había llovido y no se miraba una sola estrella. Imaginé que en cualquier momento empezaría hablar para sí misma, sin hacer caso de mi presencia. Pero no. La silente escena se prolongó infinitamente. ¿No quieres dormir ya? Imbécil. Hay tantas preguntas estúpidas que a veces es mejor no decir nada. Prendí un cigarro. Por un instante la flama del encendor iluminó las cosas. Luego sólo quedó la luciérnaga que se hacía intensa cada veinte segundos. Alargaba la mano cada tanto para atinar al cenicero sin saber si en verdad lo conseguía. La fui olvidando, dejó de existir. Estaba yo, en penumbras, una chispa que se hacía intensa al contacto con mis labios, una nube de humo, sombras y siluetas. Nada vivo. Cuatro paredes, algunos muebles intuidos, una ventana abierta, una silueta en medio, uno que era yo y que no era, vagos pensamientos, ideas desordenadas. Apenas pude hundir la colilla en el fondo del cenicero antes de quedarme profundamente dormido.

martes, 12 de agosto de 2008

Ésta larga pausa en que no he sido capaz de escribir nada, se me ha vuelto un malestar impreciso en alguna parte. Voy a presionar con los dedos. No hay sangre, sólo pús, sólo agua. Casi ya no duele. Una lástima.
"Y cómo explicar que me vuelvo ordinario sin pluma o sin las hojas del diario".

lunes, 4 de agosto de 2008

Mientras caminaba por aquellas calles de sombras, la cabeza se me llenó de recuerdos. La continuación de esa noche había estado recluida en la cárcel de mi inconsciente. Dormí por un par de horas y Alejandro aún no despertaba. Me lavé la cara y salí tratando de hacer el menor ruido posible. Después de preguntar varias veces, al fin supe dónde tomar el autobús de regreso a la ciudad. El trayecto fue muy largo, a pesar del cansancio y el desvelo, comencé a leer el libro. Me fui hundiendo entre sustantivos adjetivados con metáforas que revelaban una profunda melancolía por un tiempo pasado o por un sueño que habitaba la consciencia. El personaje era tan semejante al escritor que no dudé que fueran el mismo. Me pregunté si siéndolo yo, sería capaz de hacer distancia entre mí y mis personajes. No me creí capaz de conseguirlo, a decir verdad, no puedo escribir más de dos líneas sin tropiezos. En el momento más sentimental de mi existencia, comencé a escribir algunas cartas llenas de palabras comunes y reiteraciones insoportables. Mi poco conocimiento de adjetivos y mi imposibilidad de expresar mis ideas con claridad me hacían perderme entre palabras cuyo significado nunca fue del todo claro. Y sin embargo, siempre sentí la necesidad de expresarme de algún modo y así comencé a pintar. Las ideas en mi cabeza se volvían imágenes, colores, metáforas visuales de un oculto significado. Me sorprendió descubrir que Alejandro podía hacer lo que yo nunca alcanzaba en mis cuadros y que, en definitiva, jamás lograría con palabras. Estaba envuelto en una atmósfera de ausencia incansable. Los múltiples tumbos del autobús en una calle sin pavimentar provocaban obligadas interrupciones, a pesar de ello, la atmósfera del texto no se desvanecía entre el olor a gasolina o el sol que se colaba entre los cristales y me aumentaba la resaca o el constante movimiento. Al entrar a la ciudad tuve que interrumpir la lectura para transbordar rumbo a mi casa. En el segundo autobús iba de pie y no pude seguir leyendo. Cuánto podría parecerse una historia de papel a una de la realidad. Cuánto eran la misma cosa. Qué sería en realidad la literatura. Tal vez una suma de recuerdos, tal vez una mezcla de recuerdos y de imaginarios. Un autobús repleto de gente, un sol cayendo a plomo, no sé si eso podría ser literatura. Traté de pensar una forma de organizar esa idea en alguna frase que tuviera algún significado. Para quién. Cómo hacer respirar esa atmósfera con palabras. En el fondo, el problema siempre es el mismo, al pintar también era preciso crear atmósferas aunque me parecía mucho más sencillo conseguirlo. O al menos me engañaba pensando que era más fácil y que de alguna forma lo lograba. Siempre el mismo color de base homogenizaba la obra. Y por qué azul índigo y por qué sólo muros. Me lo habían preguntado tantas veces que aprendí a dar una respuesta aceptable. Pero no, para mí aún no había una que lo fuera. Pasamos por las mismas calles de siempre y no me fijaba en ellas a fuerza de costumbre. Al bajar, caminé las dos calles que faltaban para llegar a la casa. Pensé que otra vez no le había dejado la comida al gato y tal vez había escapado. Cuando llegué te vi entre los barrotes de la reja. Tenías mi vieja camisa, el pelo recogido y barrías concentrada las hojas regadas en el patio, como si no te hubieras ido nunca. Me imaginé que habías llegado anoche después de tu última fuga. Metí la llave y abrí. Cuando oíste el ruido de la puerta saliste del trance y volteaste a mí de un golpe. Al verme, te sostuviste de la escoba como si temieras caer. Vi tu rostro contraerse en un gesto desfigurado y comenzaste a llorar en silencio sin soltar aquello que te sostenía. Cuando me acerqué fuiste tú quien me lanzó los brazos al cuello llorando convulsa. Sentí tus lágrimas mojándome el cuello y la camisa, sentí como apretabas tu cuerpo contra el mío como hace tanto no sentía, sentí que, por primera vez, desde tiempos irrecordables, por fin me necesitabas. Por qué tardaste tanto; tenía mucho miedo que algo te hubiera pasado y no pude dormir en toda la noche, me dijiste entre sollozos. Quise explicarte, pero comprendí que no importaba. Creo que entonces supe que me querías. Tal vez ese minúsculo instante antes que todo regresara a su cotidiana normalidad fue la verdadera causa de cuantas cosas dejé que sucedieran luego.

Aquellos fueron días difíciles. Sucedió en una de esas etapas de desaparición y no tuve con quien llorar de veras. Tal vez ese era el motivo por el que se me fue quedando en alguna parte imprecisa del cuerpo, como un cansancio que me dejaba pocas ganas de levantarme o de tomar el pincel. Despertaba tarde y comía poco. No pensaba demasiado y sólo dejaba que los días transcurrieran sin mucha prisa. Una tarde en que salí a caminar, en las viejas y populosas calles del centro, repletas de chicos que se fugaban de las clases de la universidad hacia pequeños bares vespertinos, me encontré al otro de frente. Me reconoció entre la bruma de una mirada turbia. Mutuamente nos invitamos una cerveza. Me contó de libros fantásticos que yo nunca había leído y me prometió prestármelos en los próximos días. Hablamos de otros que si reconocí y nos perdimos durante horas entre disertaciones y teorías que a poco o a nada nos conducían, cuyos discursos se irían desvaneciendo como el humo de los cigarrillos encendidos casi al mismo tiempo. La tarde se fue haciendo noche, los chicos comenzaron a huir a sus casas y nos iban dejando solos. Mientras él me contaba sobre no sé qué cosas de un viaje a Playa del Carmen que incluía bastante mota, pensé en dónde se había quedado la otra noche. Hasta donde recuerdo, me lo había encontrado igual que ahora, más o menos por las mismas calles, y él mismo me había llevado con Alejandro que ya estaba instalado en el bar de siempre; él pagó la primera ronda. No logro recordar demasiados detalles de él en esa noche. Después de varias rondas, fuimos con Alejandro hasta su casa, cenamos algo y seguimos bebiendo entre risas. Hubo un reparto hipotético de mujeres del taller de Alejandro "con fines educativos". A mí me asignaron a una que carecía de malicia, mi trabajo era darle un poco. A él, una mujer entrada en años que requería de frescura; para Alejandro creo que nada. No sé si hubo una discusión, el tiempo y el alcohol traicionan la memoria, ni mucho menos la causa. Entre vagas imágenes lo veo salir de la casa, demasiado lejos de la ciudad, e irse sin despedir, enojado o confundido. Alejandro y yo seguimos hablando. Luego, al regresar del baño, lo encontré sentado en la sala mirando el muro. Después el discurso de riders on the storm y un ataque súbito recordando al otro que se había ido bastantes horas atrás y que ahora yo tenía enfrente hablándome de no sé qué cosa onírica sobre Playa del Carmen y la arena blanca y una ola cristalina y espumosa que le mojaba los pies. No mencionamos a Alejandro, no le conté mi recuerdo de aquella noche, él tampoco dijo nada. Hablamos como si aquél nunca hubiera existido y mis recuerdos fueran una más de mis fantasías. Con seguridad él tampoco lo había olvidado pero, como yo, evitó hablar del tema. Le conté sobre un cuadro que no estaba pintando y de mis cambios estéticos de los últimos meses. Se sorprendió falsamente, me pareció que en realidad, o no comprendía o no estaba interesado en el asunto. Hablando de muros azul índigo, traté de provocar que él iniciara el tema que nos acechaba como un fantasma en cada trago a la botella, en cada palabra que salía de nuestra boca. No sucedió. Seguimos hablando de todo, es decir, de nada. No tengo claros los motivos por los que no mencionamos aquello aunque ninguno de los dos lo había olvidado. Comprendí que Alejandro seguiría rondando en medio de nosotros, aún más con nuestra omisión consciente. Al fin nos despedimos. Pagamos la cuenta y sin demasiadas palabras caminamos en sentidos opuestos. Yo seguí a lo largo de la calle que a esas horas ya estaba oscura, una lejana luz proyectaba sombras de árboles contra los muros, también mi propia sombra alargada iba conmigo paso a paso. Sombras sobre muros. Muros sobre muros. Sombras sobre sombras. Palabras. Fantasmas. Silencio. Memoria. Recuerdos. Olvido.

domingo, 27 de julio de 2008

Costo beneficio

El problema de pensar como economista es que se sacrifica el corto por el largo plazo y todo es un hecho de costo-beneficio. Mientras tanto, Qué puta madre hago con lo que resta del domingo.

jueves, 24 de julio de 2008

La última vez que vi a Alejandro iba con Andrea, que lo sostenía del brazo. Se veía realmente mal. La piel amarilla que delataba el mal estado de su hígado no era una buena señal y por primera vez me di cuenta que estaba viejo. Nunca supe su edad exacta, creo que él tampoco. Sin preocupación de las formas, nunca aprendió a manejar porque no tenía licencia de conducir, nunca la tuvo porque tampoco tenía acta de nacimiento. No sé si aquel documento existió alguna vez y lo perdió, o simplemente nunca hubo nadie que lo pasara por la oficina de registro. Así que en las entrevistas cambiaba constantemente el lugar donde había nacido y hacía lo mismo con la edad. Creo que tendría unos 45 años y había nacido cerca de aquí, pero como todos, no estoy seguro. Sabemos también que pasó por alguna universidad o fue un genio autodidacta porque tenía análisis profundos sobre Baudelaire y otros que me presentó en aquellos días. El rock, el Jazz y el ron le entretenían las madrugadas, Ángela y el barco de cristal los mediodías, los talleres literarios y las reuniones con quienes llamaba sus amigos las tardes. Los inocentes creen que lo mató la cirrosis, que aquella escena dantesca de vomito y sangre y cuerpo contrito era la prueba. Los que estuvimos cerca, física o sentimentalmente, sabemos bien que eso sólo era la apariencia que escondía el verdadero secreto. El vómito era la vida, la sangre era la hiperestesia derramada, el cuerpo contrito era el desahucio y la soledad. Los pocos testimonios que quedan de su paso por el mundo son 2 hijas y 3 ó 4 libros. Yo tengo sólo uno que él mismo me regaló y dedicó en una madrugada de complicidad. Es posible que ese libro sea el que más haya leído en mi vida, aunque no estoy seguro si es por melancolía, porque es un libro ligero y envolvente, porque es el único que tengo dedicado con el puño y la letra del autor o por el último cuento que siento mío. De cualquier modo, aquella noche de desenlace volví a leerlo y su fantasma rondó en la habitación. Escudriñé las palabras y las frases tratando de traducir un texto oscuro, en algunos puntos incomprensible. Ciegos mirando a una mujer cogiendo con otro con las luces encendidas, un barco que se aplasta entre los dedos, una súbita desaparición de todos. Los verdaderos significados se fueron con él. Acaso trató de explicármelos en aquellas noches que hablaba mientras sus ojos se perdían en un muro o en sus discursos de riders on the storm o en la manera de decirme “creatura”, como si fuera un niño pequeño que necesita un poco de malicia para salir del nido. Lo cierto es que el mensaje nunca fue claro y cuando todo pasó me desvelé muchas noches tratando de comprenderlo hasta que el cansancio, el olvido y la rutina me vencieron y no fui capaz de imaginar que poco tiempo después, sin proponerme pensar otra vez en aquello, regresaría nítidamente como cuando uno se despierta por completo luego de un sueño profundo. Al poco tiempo de su muerte, traté de hablar con Andrea, a solas. No fue posible. Nuestros encuentros siempre estaban rodeados de gente y nunca se presentó la oportunidad para hablar de algo que tal vez éramos los únicos que comprendíamos. Por timidez o por respeto al silencio que era la mejor vindicación de nuestra memoria, nunca me atreví a concertar una cita con ella. Temí también que no aceptara. Después de aquello, me fui alejando de todos y me concentré por completo en los asuntos de mi pintura y en la tormenta que vivía con mi pequeña viajera que iba y venía cada tanto entre silencios, secretos y otras melancolías. No volví a tener noticias de nadie nunca más.

martes, 22 de julio de 2008

Se dice que los suicidas no buscan matarse realmente, sino que esperan que en el último minuto alguno llegue a salvarles y les reconozca de algún modo. De los escritores he oído cosas semejantes.

viernes, 18 de julio de 2008

Me gustaría contarle a alguien todo lo que me está pasando. Tristemente, no tengo a quién.

"¿Existe el Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz"

El Aleph, Jorge Luis Borges.

martes, 15 de julio de 2008

domingo, 13 de julio de 2008

El eterno círculo del instante infinito

“He soñado una fuga

Un para siempre suspirando en la escala de una proa…

A lo largo de un muelle

Y a lo largo de un cuello que se ahoga.”

Cesar Vallejo.

I

Afuera llueve y yo consigo llegar antes de mojarme, casi sin mirar los tres búhos que anuncian el nombre del lugar y la parodia irónica de mi insomnio. Donde siempre, donde siempre, aunque no sepa desde cuándo es siempre o cuando dejo de serlo. La gente corre en la calle intentando escapar de la lluvia. Los miro a través del cristal de la ventana, que está cerca de la mesa que he escogido para esperarte, mientras lucho con el tabaco de mi cigarro sin filtro para que no se me pegue en los labios. Con el pretexto de la lluvia que te ha detenido en algún lado, pienso que te espero infructuosamente. Me desespero. Me siento incómodo en este lugar que me parece una realidad extraña de voces que no comprendo, de discusiones triviales y lejanas que hacen que mi inquietud aumente. En la mesa de junto, una mujer lee un montón de hojas amarillentas de humedad y de abandono en las que sólo alcanzo a distinguir un montón de pequeñas manchas negras irreconocibles a la distancia. Para disimular mi ansiedad, remuevo el café que he pedido y me quedo hipnotizado por el líquido girante. Al levantar los ojos, veo otra vez ese cristal enorme que está ante mí, pulido tantas veces para fingir una pureza que nunca tendrá al reflejarme, al repetir una silueta que se confunde con las figuras del otro lado, como un espectro proyectado hacia un plano de dos dimensiones, sin volumen. Frente a él soy una imagen que se esfuma cuando la luz se apaga o cuando cierro los ojos o cuando me muevo de sitio. La mujer cambia de página y fuma. Nunca sabré su nombre o su historia, está ahí a causa de un azar desconocido, cuando tú aparezcas lo demás no va a importarme porque reconoceré la voz que me dijo nos vemos donde siempre en una mañana aún sin lluvia, la misma u otra de la que no sé nada, y y no estoy seguro si algo sé de mí, pero sospecho que ya no soy el mismo.

II

El sol se cuela entre las cortinas despertándote de un sueño que no recuerdas y te metes como autómata a la ducha. Las gotas caen sobre tu cuerpo y escurre por tu cabello largo que es un canal de agua bajando hasta tus pies entre los pezones erectos y los muslos húmedos. Las manos se convierten en caricia que recorren el contorno de la piel, los huesos reviven la carne, el corazón latiendo que te convierte en ánima que respira y que es al mismo tiempo un ser y una quimera. Luego, tus pasos avanzan en la acera de una calle desconocida, tus oídos captan un lenguaje distinto del tuyo. La fascinación de lo extraño te llena al recorrer esa nueva realidad que se presenta frente a ti en forma de edificios, de calles, de ciudades, sin la consciencia de que estos muros han estado aquí siempre, hasta hoy separados de tus ojos por un mar inmenso en un horizonte intocable para una mujer solitaria, que se rebela para mirar las columnas de este templo idólatra que es la casa de dioses derrocados por el tuyo, elevándose hacia el cielo. Miras aquello queriendo ser parte de ese mundo al que no perteneces, pequeño ser ante un palacio cuya sombra proyectada sobre el piso lo hace parecer inmenso e indestructible. La escena te envuelve deseando que la imagen se instale en tu memoria y se quede ahí, para siempre.

III

Una zarza en medio del desierto. Una voz que sale entre las llamas para ordenar: Quítate las sandalias porque el lugar que pisas es sagrado. No tendrás otros dioses delante de Mí. Amarás a Tu Dios sobre todas las cosas y a Él sólo servirás. No vayas. No voltees atrás, salitre, estatua. No preguntes. Acepta. Honra a tu padre y a tu madre. Detente. No mires hacia arriba. Cúbrete el cuello, los senos, las piernas. No desees. No hagas caso a las exigencias de tu cuerpo. Detén el líquido que escurre de entre los muslos. No te entregues. No tengas amores ilícitos fuera del matrimonio. No desees al hombre de tu hermana. No codicies. Acepta. No rompas las reglas. No robes. No mates. No cometas adulterio. No te entregues nunca a los placeres de la carne. Lava tus culpas. Arrepiéntete. Has penitencia. Flagélate. Sacrifícate. No abras los ojos. No olvides la moral. Respeta las buenas costumbres.

IV

Un viejo abrazo de otros tiempos. Te sentiré cerca. Tu cabello húmedo me mojará la cara y el aroma de un perfume que he olvidado me llegará con el aire cuando tu cuerpo acorralado por mis brazos esté junto al mío. A pesar de tu cercanía, hay un espacio que no nos junta nunca porque algo más allá de nosotros mismos impide que nos acerquemos creando entre los dos una distancia inexplicable que te separa de mí. Musitas algo que no logro comprender. Del mismo modo, mi voz sale de algún lugar vacío. Cuánto tiempo. Pareces no escucharme y te sientas, sacando nerviosa un cigarrillo de tu bolso sin saber qué decir, como si buscaras a alguien que venga a salvarte. Te sueltas a contarme del viaje que regresas sin revelar detalles. Repites una fría bitácora del itinerario calculado de quien no quiere decir nada de sí mismo. Te escucho tratando de interpretar más allá de aquel recorrido lineal y no puedo, no encuentro el modo de que ese relato me provoque una emoción definida. Lo que cuentas es la historia de un viaje en un tren sin ventanas, que atraviesa el mundo sin que se pueda mirar hacia afuera. Oigo la lejanía de tu voz que pertenece a otro espacio y a otro tiempo en donde yo no soy más que un mudo testigo. La mesera nos interrumpe a veces para volver a llenar las tazas de café o yo enciendo un nuevo cigarrillo o trato de distinguir las letras de las hojas amarillas. Hay algo en tus palabras que no consigue convencerme. Tu historia parece fragmentada, una suerte de mordaza detiene todo intento de revelación y a mí, que me interesa la otra historia, la omitida, la que pienso que te esfuerzas por no contar, me ataca de nuevo la ansiedad y tengo ganas de huir, de caminar y mojarme o de cualquier cosa. En cambio, con tal de no mirarte, me pongo a ver en cada nueva bocanada de humo cómo las volutas se enroscan en el aire con dirección al techo. Me da vergüenza que descubras mi hastío. Nada pasaría si yo me levantara y me fuera, puesto que estarás cumpliendo un rito que crees obligatorio, y salir de aquí no haría más que acelerar el trámite. Yo, que lo sé, sigo clavado en la silla en contra de mi voluntad, jugando con el humo o mirando a cualquier parte y, entre el bullicio y el ir y venir de gente, vuelvo a encontrarme con ese montón de manchas negras que no distingo y que quisiera poder leer de alguna forma, pero un misterio que no logro desentrañar me mantiene aquí, petrificado, como si no tuviera elección posible. Al voltear hacia la ventana vuelvo a ver a la gente escapando de la lluvia y me parece que ya he visto a la misma persona corriendo para no mojarse y me inquieta pensar que es de ese tipo de cosas que uno ha visto antes de que sucedan y al concentrar la mirada en mi propio reflejo veo que, a pesar de que el tiempo que ha transcurrido, todavía están sobre mi ropa las marcas de la lluvia. Miro a mi alrededor. Veo la normalidad de la gente hablando, a las meseras que sirven, a la mujer que no despega los ojos de aquellas hojas y me doy cuenta que detrás de esa normalidad aparente hay algo que no es como debiera.

V

Un tren te lleva al siguiente destino; estás cansada de mirar por la ventana y prefieres cerrar los ojos y dormirte. Te escondes en un sueño conciliado a medias en un viaje sin rumbo, con un boleto de ida a cualquier parte, recorriendo lugares ajenos a ti que te han llevado de la fascinación a la rutina. Tu andar es ahora una costumbre donde eres presa de una inercia que no alcanzas a comprender, con imágenes cruzando una tras otra ante tus ojos sin que tú logres atrapar ni un solo instante. Te miras caminando por una plaza entre la gente, todos ajenos, sombras que avanzan acechándote. Una horrible sensación se instala dentro del estómago y tu respiración se agita. Latidos del corazón que rebotan en tus sienes, tú en medio, tratando de buscar una salida que no encuentras, empujando esos cuerpos que se cruzan en tu camino, gritos que se pierden entre el tumulto de voces que no comprendes, turba que te jala y te acorrala, tú enterrando las uñas en su carne, piel helada que te congela las manos, palabras descompuestas que no sabes si salen de tu garganta, pasos trastabillados, transpiración fría, hedor putrefacto, basurero humano, brazos llagados por un sol que quema entre nubes oscuras, infierno de demonios inmisericordes que te arrastran rompiéndote la ropa, aullidos de dolor, de un pánico terrible porque el sol te quema y es de noche. Luego despertar. Salto hacia la realidad después de la pesadilla. Nervios alterados por un sueño inconexo, enrarecido por imágenes sin lógica, persecución del subconsciente provocando cosas que no existen, ojos abiertos que te dejan ver al tren que se detiene, ruido de pasos que andan por el pasillo y tú, que tratas de reaccionar apenas, deseas que esa horrible pesadilla desaparezca para siempre.

VI

Y un ángel se presentó en sueños a José y le dijo: levántate, toma al niño y a su madre y regresa a Israel, que ya han muerto los que trataban de darle muerte. Pero José tuvo miedo y al enterarse que Arqueleo, el hijo de Herodes, reinaba en lugar de su padre, prefirió quedarse en Nazareth, en la región de Galilea. Regresa al lugar de donde partiste. Retorna a tu sitio. El mundo es demasiado para ti. Es tiempo de volver, de pisar sobre suelo seguro. Vuelve sobre tus pasos. Mira lo que dejaste atrás. Vuelve a la casa de tu padre. Ya no hay nada qué temer. Ha llegado la hora. Recupera el tiempo perdido. Es tiempo de detenerse. Guarda estos recuerdos en un muro y cuélgalos en la pared. Ya es pasado. La sociedad te exige de regreso. No salgas de noche. No abras la puerta. No mires por la ventana. Recuerda el miedo de salir a la calle. Afuera hay mil peligros que te acechan. No hay nada qué hacer del otro lado del muro. Enciérrate. Enciende las luces. Duerme temprano. Busca estabilidad. Certezas. Necesitas certezas. Basta de incertidumbre. Basta de experimentos. Ha llegado la hora. Procrea. Firma el contrato. Olvida la soledad. Entrégate, para siempre.

VII

Este lugar ya no es el mismo de hace años. Tal vez el lugar sí, yo no. Estoy en medio de un ir y venir de gente, mesa-isla, voces perdidas en un aire que huele a tabaco, unas manos que juegan con tazas vacías, unos ojos que no se atreven a mirarse. Hablarás de un viaje, de lugares, de cosas, todas ellas parte de una historia que no tiene nada que ver conmigo. Contarás de un avión que se va, de un tren que cruza; no podrás hablar nunca de esas imágenes que son sólo tuyas ni podrás hacerme ver lo que has visto tú. Es la historia de un avión que despega junto con tu esperanza, es una huída en busca de respuestas, como si fuera un puente entre un pasado guardado en un cajón para que no salga nunca y un futuro pletórico de promesas. La historia que yo sé —la que recuerdo— es distinta. La mía es la de un avión que se esfuma de mi vista y una melancolía atrasada. Dos alas que se evaporan entre las nubes de la misma forma que me desvanezco con ellas convirtiéndome en un actor que sale de cuadro, el extra de un film sin futuro en una sola escena. Después nada importa. No se sabe más de mí. Lo que suceda conmigo no interesa en una película que te tiene como protagonista. Mi vida toda es un fragmento de la tuya y quiero que regreses, que yo exista depende de ello. Tú no vuelves y yo me quedo congelado en el primer acto de la obra. Telón cerrado, llamada hasta nuevo aviso. Eso es lo que yo recuerdo. Comprendo entonces que nada es para siempre, que nadie es para siempre, que yo no soy toda la historia. Es evidente que el relato no es el mismo, yo lo cuento de ida, tú de regreso. Luego ya no se sabe más, me vuelvo un pasado que se olvida hasta que me invocas de nuevo y me doy cuenta que nos soy capaz de comprender nada. Busco en mi memoria y no puedo recordar lo que ha sido de mí en todo el tiempo en que no has estado. Mis últimos recuerdos son los búhos, la lluvia, la vaga idea del insomnio y esta mañana cuando volvía a encontrarte. Antes de eso sólo recuerdo un avión que se aleja. Todo comienza a tornarse extraño. No sé lo que ha pasado en este lapso de tiempo, no puedo mirarme trabajando o riendo o llorando ni puedo recordar un rostro o un olor o una sensación cualquiera. Siento algo roto en mi cabeza. Por más que busco, no logro recordar nada, ni un solo instante donde estés tú siempre. No logro siquiera imaginarme hablando con amigos ni puedo precisar mi edad ni el lugar de mi nacimiento ni a mis padres ni el lugar donde jugué cuando era niño. No sé de dónde llegué antes de estar aquí sentado ni lo que hice después de encontrarte. Y en este desasosiego me siento obligado a seguir aquí, esperando. No quiero convertirme otra vez en el fantasma sin recuerdos que regresará al limbo de donde nunca debió haber salido. Alargaré la agonía, me interesaré en ti, es decir en mí, la única certeza ahora es que, mientras permanezcas contando de lugares y cosas que no me pertenecen, seguiré existiendo un instante más y eso es el para siempre que tú aún no has encontrado. No puedo recordar nada. Maldita sea. No sé qué soy, quién soy que sólo existo cuando tú estás presente. Qué o quién me está jugando esta mala pasada. Dentro de mí hay una tempestad. Quién me ha puesto aquí y ahora mismo. Por qué no puedo pensar siquiera a dónde iré después de esta entrevista, qué es esto, qué es esto, Dios mío.

VIII

El viaje ha perdido todo sentido, te da lo mismo ir a un sitio que a otro. Decides regresar, acaso lo que buscas está donde antes no pudiste encontrarlo. En una maleta guardas los recuerdos que caben, las imágenes se han vuelto una foto congelada en un trozo de papel, nadie, ni tú misma, podrán devolver a ese museo o a ese castillo o a esa calle su forma real. Los ruidos se confundirán con otros, los muros perderán toda textura, los sabores se mezclaran con tu saliva y el aroma escapará como ha llegado perdiéndose en el aire que exhalas. De regreso. Un boleto de vuelta y fin de la historia. Atrás queda todo. Otra vez a empezar de nuevo, los días se vuelven meses y años, el tiempo no se detiene porque no se ha detenido nunca. En medio de eso estás tú, estoy yo, estamos todos tratando de ser algo en un instante que nunca podrá ser infinito.

IX

En un movimiento inesperado, la mujer deja caer los papeles que tiene en las manos. Las hojas sueltas se escurren por el piso. Por el acto reflejo de mi ansiedad, me apresuro a recogerlos. Mientras los reúno torpemente, logro leer las primeras líneas de aquello que parece un relato. Me quedo petrificado, sin saber qué hacer, perdido en aquellas letras que por fin es posible que lea. La mujer me arrebata las hojas sin agradecimiento, con clara molestia por la invasión a su privacidad. Yo regreso a mi sitio tratando de no pensar, de no entender lo evidente. Cuando yo hable, me llenarás de preguntas que contestaré como pueda. Cómo podría decir algo de un pasado que no tengo y que en el momento en que tú pides una respuesta estoy inventando. Diré que fui, que hice, no importa. Las palabras saldrán de mi boca dictadas por alguien más. Me enteraré, al mismo tiempo que tú, de cosas que no sé si habrán sucedido, de una vida desconocida igual a la tuya, imaginaré que es de otro de quien hablo porque nada recuerdo. Con sólo decirlas les conferiré una realidad de la que serán parte. Podré hablar de una mujer y de un hijo y cuando lo haga tendré la certeza de que existen en algún sitio, más allá de ti o de mí, más allá de este muro o este cristal, esperándome en algún sitio. Esperándome. Qué farsa. Me siento estúpido. Cómo puede estar pasando todo esto. Es una locura, no tiene sentido. Rezaré una letanía de historias falsas y es absurdo porque si no es de mi vida de la que hablo quién pone las palabras en mí, quién me hace repetirlas.

X

Ahí estás. Tu cabeza es un laberinto de ideas confusas, no sabes qué hacer, hacia dónde mirar, a dónde dirigirte. Te asaltan antiguos miedos, te regresan dudas del pasado. Otra vez te sientes sola, abandonada, olvidada, perseguida y ya no tienes ánimos de seguir huyendo. Por indiferencia, más que por ganas, decides enfrentar aquello que te persigue, a ese extraño monstruo que te encuentra no importa dónde estés, a ese inmisericorde lastre que has arrastrado durante tanto tiempo, a ese fuego que te consume las entrañas. Le haces frente, lo retas, te atreves a salir del escondite. Te plantas frente a esa ventana de cristal y te miras a ti misma. El espejo muestra aquello que nadie ve porque tampoco tú te atrevías a mirarlo. Has roto el muro que te dividía de ti misma, decides ser tú o la otra o ambas. Esa otra ha permanecido escondida durante tantos años que ahora es inevitable que salga a la luz, que se siente en tu mesa, que camine por la calle, que hable, que decida. Estás desnuda. Te recorres con los ojos y te miras. Levantas un brazo y delineas la silueta de cristal. Ella hace lo mismo contigo. Sus manos se juntan y hacen un puente, son una, ambas reales, vivas, tangibles.

XI

¿Qué es más lícito decir: tus pecados te son perdonados o levántate, toma tu camilla y vete a tu casa? Y dirigiéndose al paralítico le ordenó: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. El hombre se levantó y salió caminando entre la gente.

XII

Tomas el regalo que acaban de traerte. De un tajo tus pueriles ansias destrozan la envoltura y descubres el rompecabezas que contiene. Subes corriendo a tu habitación, abres la caja, miras los pequeños trocitos de cartón que al juntarlos han de formar la imagen retratada en el empaque. Son tantas y tan pequeñas que no sabes por dónde empezar. Decides buscar primero los fragmentos que formen las orillas, es fácil, sólo hay que encontrar los que tengan un lado recto, revisas un poco y los seleccionas. Cuando crees haber encontrado todos te sientas en el piso con las piernas entrelazadas y tratas de ajustar una figura con otra.

Has pasado toda la tarde armando el contorno. Ahora hay que empezar a formar la parte más difícil, pero estás cansada y decides dejarlo para el día siguiente. Prefieres mirar el televisor o jugar con tus muñecas, la primera emoción ha pasado y con ella la novedad del juego. Mañana volverás a intentarlo. Logras juntar algunas partes aisladas, identificar nuevas. Las agrupas, las distingues por la semejanza en los colores, a veces consigues unir alguna por coincidencia, otras, tardas largos minutos en encontrar el lugar que le corresponde a cada uno de esos pedacitos de cartón de curvas redondeadas. Tu paciencia se termina, cada vez es más embarazoso encontrarle sitio a ésta o a aquella, todas son tan parecidas que podrían coincidir en cualquier lado y te desespera saber que no es así, que sólo hay un lugar para cada una. A veces estás a punto de llorar; cuando descubres que te miran tragas saliva y lo evitas a toda costa. Avientas las piezas, refunfuñas, pierdes alguna que ya tenía sitio, te enojas más, te jalas el cabello, tratas de concentrarte pero tu desesperación lo impide. Unos días después desistes por completo. Lo que ya estaba armado —toda la parte derecha— regresa a la caja de donde salió, otra vez en piezas inconexas y sin forma que quedaran guardadas en el armario como tantas otras cosas. Un día volverás a encontrarlas y las regalarás a algún niño de la misma edad que tú tenías entonces.

XIII

La hora de irse ha llegado. Ahora sé de qué se trata todo esto y, aunque aún no lo comprendo, es tan absurdo como cierto. Siento rabia, desesperación y miedo. ¿Fue Él quien ha decidido que yo lo descubriera; Él mismo quien ha provocado toda esta confusión para que su historia, no la mía, tuviera sentido; quien me hace sentir esta rabia y esta impotencia de no poder ir a ningún lado si no es Él quien me lo dicta; o soy yo que en contra de sus leyes, sus designios y su voluntad he podido descubrirlo todo de algún modo y tener una miserable autonomía más allá de sus propias leyes? Da la última fumada al cigarrillo y aprietas la colilla contra el fondo del cenicero. Con un movimiento de mano pide a la mesera que traiga la cuenta. A medio sorbo de café, quedo petrificado. Quisiera decirle algo que alargue éste momento, clavarla en la silla que está a punto de abandonar, incluso revelarle lo que imagino que sucederá conmigo cuando se vaya, lo que sea con tal de que se quede. No puedo. Mis labios permanecen al borde de la taza, siento como el líquido cruza por mi boca, caliente, quemándome la lengua. El pulso me tiembla, sé que no podré detenerla, que se irá sin reparar en mí. La veré salir de este lugar y el corazón me late en las sienes y el aire sale-entra por mi nariz, sudor frío, y siento todo esto al mismo tiempo y bebo el café hasta ver el fondo de la taza y sé que será la última vez, la última.

Recibe la nota con un “vuelva pronto”, saca unas cuantas monedas que pone sobre la mesa y con prisa comienza a guardar sus cosas. Mete al bolso los cigarros, el encendedor, da un último sorbo al café y yo veo que todo eso pasa lentamente. Lanza una mirada a todos, a nadie, y al fin, como la postrera acción para cerrar la escena, dobla por la mitad las hojas que leía y las mete a la bolsa junto a todo lo demás. Alcanzo a verla levantándose del asiento y regalarme una falsa sonrisa de despedida. Por un instante, me asalta la idea de irme tras de ella, de mentirle que yo he escrito eso que leía y seducirla, pero se va sin que tú hayas llegado y la veo alejarse entre las mesas sin haber conocido el final. Se acabó la historia, se acaba también la mía y un horror, más parecido a la desesperanza, es la última sensación que siento o que me hace sentir Aquél que nos escribe cuando vuelvo a recordar las palabras que he leído en aquellas hojas y cuyo principio me han hecho adivinar el resto de la historia, una historia que no sé si habla acerca de ti, acerca de mí o sólo acerca de él mismo. Desde dentro, recito otra vez mis pensamientos, es decir, los suyos, y giro otra vez en el eterno círculo de la causa: Afuera llueve y yo consigo llegar antes de mojarme, casi sin mirar los tres búhos que anuncian el nombre del lugar y la parodia irónica de mi insomnio. Donde siempre, donde siempre, aunque no sepa desde cuándo es siempre o cuando dejo de serlo.

XIV

Termino la historia, la reviso, hago correcciones. Cuando la creo lista, la imprimo y la llevo a mi editor. Él la hojea displicente y al final me la bota de regreso.

Esto no sirve. Desde hace meses trae usted pura basura. Es el mismo argumento del trabajo anterior y del anterior a ése. Es un bueno para nada. Primero en un parque, luego en un callejón y ahora en un café, y para colmo el mismo de siempre. ¿Qué, no tiene imaginación? Sus personajes son parcos, sin vida, sin matices. Su historia está trillada. No conforme con eso, le ha dado por redundar la misma frase en todo el texto. Si no es capaz, dígalo y dedíquese a otra cosa. Hay bastantes que quisieran su puesto en esta editorial —yo sólo deseo salir de ahí, pero el hombre no para de hablar y recriminarme—. Todos ustedes son iguales. Primero llegan aquí creyéndose merecedores del premio nobel por su linda cara y no son más que una sarta de escritorcillos fracasados que, después de dos o tres cuentos medianamente buenos, se les termina la creatividad para siempre. No, aquí no es beneficencia. O me trae algo que sirva o lo liquido.

RecRecojo las cuartillas, las enrollo y salgo sin decir nada. Camino hacia el cuarto donde vivo desde hace meses. Cualquier día de éstos me desalojan; no logro hacer un relato que funcione. Miro las hojas que traigo en la mano y las lanzo a un bote de basura que encuentro en el camino. Tal vez, en una casualidad inverosímil, pases por aquí, las rescates entre los escombros y te atrevas a leerlas.

X La imagen del rompecabezas

El El cuadro está dividido en dos partes: a la derecha, una mujer sentada en un sillón recargada en el respaldo, entre sus manos tiene una taza con un líquido que humea. Su mirada parece extraviada en lo que observa a través de una ventana. La imagen es de color sepia. A la izquierda, se puede ver lo que hay del otro lado del cristal: un jardín inmenso rodeado de césped brillante y árboles frondosos. Al fondo, el Partenón, levantándose majestuoso con sus altas columnas tocando el azul intenso del cielo.

La salvación inmóvil

La noche ha caído. Es otoño y es octubre. Afuera, las hojas se desprenden de los árboles porque es su tiempo. Adentro, un exiguo arroyo que se derrama por la escalera me conduce cuesta arriba hacia el cuarto de baño. Mi mano diestra gira el picaporte, la otra sostiene la pared del umbral como si fuera a derrumbarse. Mis piernas, pesadas como rocas, no consiguen dar el paso que intentan. Una súplica agonizante me llega antes que la visión de sus miembros flácidos hundiéndose en aquel líquido turbio. Delgados ríos escarlata resbalan de las muñecas colgantes. La tina donde se va hundiendo ha comenzado a teñirse. Con la mirada me repite una frase que ya no puede escapar de su garganta. El agua se oscurece, corre por el piso, rodea a la estatua en la que me he convertido y sigue su curso. No se detiene, no sabe detenerse. Dentro de aquella bañera la vida se transfigura en su contraria con pasmosa lentitud. Mis músculos no se mueven, mi mano sigue adherida al picaporte, mis pies se niegan a ir más allá de donde están clavados. Todo en mí ha comprendido la necesidad de salvarla. Ella intenta mover los labios y consigue un gesto que no logra ser sonrisa. Una lágrima, real o imaginada por mi mente absorta, amenaza con escurrir por las mejillas sin conseguirlo. Luego, no me mira más, sus pupilas siguen fijas en mí pero ya no pueden verme. Un ruido sordo me saca del trance cuando algo cae al fondo escapando de sus dedos. El agua ha dejado de ser cristalina por completo.

Es hasta entonces que me arrojo a ella. Mis rodillas chocan contra el piso. De hinojos, postrado ante el cuerpo inerte, lloro como un idiota. Mis gritos de loco hacen eco en los muros convertidos en cámara mortuoria. El cadáver desnudo, aún caliente, se deja convulsionar sin resistencia por mis manos que se han vuelto garras. Al fin he conseguido moverme.

Hoy, un hoy que es el mismo de entonces, no hay viento, aun así continúan cayéndose las hojas. Es una noche de botellas de ron vacías. Las imágenes bailan en mi memoria una danza de recuerdos ebrios, confusos. Mis dedos repiten el ritual de no despegarse del vaso de hielos derretidos al imaginar un intento de sonrisa que se dibuja entre las sombras. Un fulgor como de ojos se apaga en la chimenea de cenizas humeantes y una voz que no suplica, sino que ordena, emerge de las paredes de la habitación obligándome a ser otra vez el mudo testigo de una escena que no soy capaz de comprender. Aquí sigue siendo octubre, al otro lado de la ventana ya es noviembre. Todavía es otoño.

martes, 8 de julio de 2008

Ciudades

Esta ciudad no me ha dado una respuesta. No sé si esa otra ha de dármela. ¿Será cómplice, indiferente, traicionera? Auguro desde ya la conclusión del caso.

Al dar la vuelta en la esquina, me lo encontré de frente. Yo lo conocía, él a mi no. Sospeché hacia dónde se dirigía por la ruta que llevaba. Dejé que pasara un poco de largo, luego giré sobre mis paso y a prudente distancia lo seguí. Sus largas zancadas me hacían ir más rápido de lo habitual y aceleré el paso sin que fuera necesario puesto que sabía el lugar de destino. Obligado por el rojo de un semáforo, tuve que detenerme en otra esquina a esperar que una larga fila de coches terminara de pasar y la ventaja se hizo mayor todavía. Cuando por fin logré cruzar la calle, apenas logré ver cómo doblaba a la izquierda. Al llegar a aquel punto, ya no me fue posible encontrarlo por ningún lado y me desesperé de no verlo, a pesar de conocer el camino de memoria. Tan velozmente como me era posible, caminaba casi corriendo para darle alcance. Entre el sofoco de la prisa y la incertidumbre, di varios empellones distraídos a cualquiera que en mi camino se atrevió a cruzarse y no me importó en absoluto; seguía mi persecución atropellada tras de aquel hombre, que ignorando que alguien le seguía, se había perdido entre el laberinto de unas calles ruidosamente urbanas.  La tarde comenzaba a caer y lo que antes había sido nítidas imágenes se iba convirtiendo en inexactas sombras. Al fin, pude llegar al punto de la reunión. Ya no estaba. O acaso había tomado por otro camino y en mi prisa de alcanzarlo lo había rebasado en algún punto. Esperé. La tardé acabó volviéndose noche por completo. Nada. Tal vez no era ese el lugar, tal vez se habían ido antes de que yo llegara, tal vez me había confundido de día, de sitio, de persona. Mierda, mierda, mierda. Y ultimádamente, haber perdido a Oliveira y a su pendejo club me importaba un carajo pero, ¿encontraría a la Maga?

La esperanza la fui extraviando al paso de las horas, al paso de los días, al paso de los años que implacables me fueron separando de la posibilidad y de las ganas de conseguirlo.

La noticia la recibí sin sobresaltos, como la confirmación de algo que no es inesperado. Ni siquiera los horribles detalles contados de prisa fueron capaces de sorprenderme. Habían pasado ya varios días y era hasta ahora que alguien me lo decía después de enterarse tarde también. La historia completa la supe en una reunión, la siguiente semana. Alguno lo fue a buscar a su casa, nadie abrió la puerta y se fue. Luego preguntaron los del periódico, pero todos sabían de sus desapariciones y nadie le dio importancia. Así pasó una semana hasta que Andrea volvió de un viaje a no sé dónde. Esa misma noche fue a buscarlo; como antes, nadie respondió. Alguien le ayudó a forzar la cerradura y el aire reivindicó la sospecha. El otro dudó; ella se lanzó desesperada por la escalera y llegó al cuarto que tenía la puerta abierta. Cosas y papeles estaban regados por el piso como después de una lucha que nadie había ganado. Sobre la cama, descomponiéndose más y más cada segundo, el cuerpo inerte de Alejandro desprendía todos sus hedores. El vomito con sangre coagulada se secaba al borde de la cama. Sin pensar en aquellos miembros putrefactos, ella se lanzó llorando sobre él, fuera de sí, hasta que el otro que venía detrás la separó como pudo. Sin fuerzas trataba de volver a alcanzar aquel cuerpo que ya no era de nadie, acaso de las moscas que rondaban zumbando la habitación y del gato que ronroneaba lamiéndole los pies. Transcurrió mucho tiempo antes que Andrea lograra controlarse. Cuando sólo lloraba, sin quitar los ojos que aquella masa execrable, en silencio, sentada en el piso y recargada en la pared, el otro fue a hacer las llamadas pertinentes. Hasta los tipos de la funeraria dudaron para envolverlo en una sábana. No hubo sepelio ni misas en las que ninguno creía ni nada. La cremación fue ese mismo día. A pesar de estar presente su exmujer y sus hijas, Andrea fue quien recibió las condolencias como la viuda verdadera. Ella sola era quien lloraba, nadie más. Al paso de los días, los amigos hicimos reuniones póstumas y homenajes repletos de gente que se sumaron a un reconocimiento que no sé si valía algo para entonces. Había entre todo aquello, un muerto, una viuda, un huérfano y creo que nada más.

martes, 1 de julio de 2008

Una mujer me miró desde lejos y me fui perdiendo, perdiendo. Lo único que recuerdo son sus ojos negros y sus manos largas. Me llevó a su casa y me hizo dormir con ella. Me dio de comer y dejó que me bañara durante más de una hora. Del marido, me dio ropa vieja que me quedaba grande. Me hizo dormir con ella de nuevo y luego me corrió de su casa. Los niños jugaban en la calle y el balón rodó hasta mis pies. Uno de ellos fue por la pelota sin darse cuenta de mi presencia y mandó un centro que casi se le escapa al portero de las manos. Era la primera vez desde hacía mucho que me sentía limpio y sin hambre de ningún tipo. Con un billete que le había robado a la mujer sin que lo notara, compré un cuaderno de dibujo y un lápiz. Me senté en una entrecalle y comencé a dibujar la esquina contraria sin demasiado esmero. En pocos minutos había terminado y lo puse en venta sobre el piso. Lo compró una mujer en la primera cifra que se me ocurrió y ese se volvió el precio de los siguientes. Luego hice mi primer retrato para una chica que el novio pagó con generosidad. Al día siguiente regresó con una diferente para la misma cosa. Así me volví dibujante de retratos de mujeres que hacía parecer menos feas de lo que en realidad eran. A las de cara redonda les estilizaba los pómulos, a las demasiado delgadas les sombreaba la sonrisa. En poco tiempo conseguí rentar un pequeño cuarto y pagarme un refrigerador usado que me enseñó a guardar comida suficiente. Ya no fue necesario salir a las esquinas, la gente llegaba a buscarme ahí mismo. Así que sólo salía cuando se acaba la despensa o a comprar cigarros en la tienda de enfrente. Convencí al tendero que él mismo me comprara las cosas para dibujar por un cargo extra. Dormía en una colchoneta que tendía y destendía cada día porque ahí mismo era recámara y estudio a la vez. Algunas veces lograba la compañía de alguna chica que se enamoraba de su retrato y lo confundía con simpatía hacia mí. Ninguna regresó dos veces. No importaba. Además del dueño de la tienda que me saludaba y el casero, no tenía amigos. Cuando bebía lo hacía ahí mismo, a solas. Una noche de recuerdos, me dieron ganas de llorar y no fue posible. Al día siguiente dormí hasta tarde y aunque oí que tocaban a mi puerta no la abrí, esperé sin moverme hasta que se fueron. Ese día por fin decidí caminar más lejos que a la esquina. Redescubrí calles olvidadas de tanto no verlas, me sorprendió la lluvia cuando ya iba de regreso y noté los agujeros de mis zapatos cuando el agua se metió debajo de ellos. Sin saber cómo, pasé por una calle por la que sólo había pasado una vez antes en toda mi vida y otra vez me atacaron los recuerdos al ver aquella casa abandonada con un balcón a punto de caerse. Me quedé parado enfrente largo tiempo. Escudriñando con los ojos cada detalle e imaginando el interior que sospeché aun en peores condiciones que la fachada. Quise llorar de nuevo al comprender la magnitud de la soledad mía y otra vez no pude; se me habían acabado las lágrimas para siempre.
No tuve tiempo de protestar; de todos modos no ofrecí resistencia. Se llevó los dos billetes que llevaba en el bolsillo, la mochila y lo oí correr en la calle desierta. No podía moverme; tampoco hice el intento. Sentía un dolor intenso y el calor que precede a la inflamación en la cara, en los brazos, en el vientre. Escuché a una rata chillar y correr muy cerca. Me fui quedando dormido poco a poco en el piso, con el rostro en las rodillas y las manos entre ellas. Al despertar ya comenzaba a amanecer y el dolor en cada pedazo de mi cuerpo era aún más grande. Traté de levantarme. Me fui arrastrando hasta la pared para ayudarme con las manos. Cuando al fin estuve en pie, avancé sosteniéndome con una mano de aquel muro y con la otra el vientre que me dolía insoportable. Al salir del callejón, la poca gente que caminaba a esas horas iba de prisa y al verme se apartaba de mí. Algunos cruzaban la acera sin dejar de mirarme, unos con miedo, todos con lástima. Me quedé recargado en la esquina sin saber hacia dónde dirigirme, no podía llegar muy lejos. Por fortuna ya no era necesario sostenerme con las manos así que pude avanzar un poco hasta encontrar lugar para sentarme en un parque cercano. Me toqué la cara y era una masa que no se parecía en nada a lo que mis dedos recordaban y pude notar los restos de sangre seca que había escurrido de algún lado. Hasta entonces fui consciente del terrible dolor a la altura de la nuca que se sumaba al resto de sensaciones tormentosas. Me recosté acomodando la cabeza lo mejor que pude para evitar la zona de dolor y me volví a quedar dormido. Abrí los ojos y lo primero que vi fue a un grupo de niños que me miraban con espanta curiosidad. Salieron corriendo y gritando al ver que me movía. Desde lejos, escuché la voz de una mujer que les ordenaba alejarse de mí. El lugar estaba repleto de viejos con perros y niños. No quería levantarme y no sabía si era posible pero la vergüenza fue mayor que el resto. Como pude me puse en pie y comencé a andar hacia donde la inercia me llevó. Sentía demasiado dolor y tenía hambre. Me acordé que ya no tenía dinero. Caminé el resto del día tratando de alejarme del centro de la ciudad y durmiendo cada tanto en el mejor lugar que podía. En una de esas veces, un policía me despertó con bruscos piquetes de macana y tuve que seguir caminando mientras él me veía alejar. Al pasar por una tienda de frutas al aire libre, fui capaz de robarme una manzana sin que nadie lo notara y, al dar la vuelta en la esquina, la devoré en un minuto. En lugar de reducirse, el hambre aumentó todavía más y un largo ruido desde dentro del estómago me reclamó sin piedad alguna. Entrada la noche, encontré una montaña de periódico y con ellos me hice una cama y una sábana que crujían con cada movimiento. No oí llegar a los chicos que nunca supe si trataron de moverme. La mañana siguiente me despertó la fuerte tos de uno de ellos. Me dieron de comer pollo podrido que devoré sin reclamos. Aprendí a ganarme la vida limpiando parabrisas y robando comida de las tiendas. Fui incapaz de aprender a hacer malabares. Lo que ganábamos se iba en comprar aguardiente o perdido en las apuestas con otros. La vida iba pasando sin más. Se hacía día, luego tarde, luego noche y nadie se preguntaba que era todo aquello de despertarse sin saber bien a bien para qué. A veces no trabajábamos e íbamos a reunirnos con otros que siempre encontraban forma de divertirse antes que el aguardiente hiciera efecto y todo terminara en pelea. Pasaron días, no sé cuantos, semanas o meses. La única conciencia del tiempo eran las fechas de los periódicos que nunca sabía que tan viejos eran. Las únicas medidas válidas eran día o noche, verbos en pasado y mañana o luego. A veces me enteraba de la fecha exacta pero se me olvidaba a los pocos días y era difícil volver a enterarme. Y sin embargo nos despertábamos todos los días, imagino que a la misma hora, buscábamos de comer y después íbamos a lo de los coches. Ellos a veces pedían dinero en la calle; yo nunca pude hacerlo, primero por vergüenza, después porque a mí nunca me daban nada, me veían demasiado grande y fuerte para no tener necesidad de hacer aquello. Un día de tantos, alguien pareció reconocerme; yo me hice el desentendido aunque me ruboricé sin remedio. Terminé de limpiar el cristal y extendí la mano mirando al piso. Se fue y entonces fue la primera vez que volví a preguntarme la razón de haber terminado en esa circunstancia. Sentí nostalgia de mi vida de antes y me sentí verdaderamente miserable, hecho un guiñapo. La sensación no me abandonó a partir de ese momento. Comprendí que no pertenecía a nada de todo eso y que era en vano seguir engañándome a mí mismo. Días después pasó lo de Sidral y ya no regresé con los otros. Me fui caminando, caminando, caminando sin saber otra vez a dónde.