jueves, 24 de julio de 2008

La última vez que vi a Alejandro iba con Andrea, que lo sostenía del brazo. Se veía realmente mal. La piel amarilla que delataba el mal estado de su hígado no era una buena señal y por primera vez me di cuenta que estaba viejo. Nunca supe su edad exacta, creo que él tampoco. Sin preocupación de las formas, nunca aprendió a manejar porque no tenía licencia de conducir, nunca la tuvo porque tampoco tenía acta de nacimiento. No sé si aquel documento existió alguna vez y lo perdió, o simplemente nunca hubo nadie que lo pasara por la oficina de registro. Así que en las entrevistas cambiaba constantemente el lugar donde había nacido y hacía lo mismo con la edad. Creo que tendría unos 45 años y había nacido cerca de aquí, pero como todos, no estoy seguro. Sabemos también que pasó por alguna universidad o fue un genio autodidacta porque tenía análisis profundos sobre Baudelaire y otros que me presentó en aquellos días. El rock, el Jazz y el ron le entretenían las madrugadas, Ángela y el barco de cristal los mediodías, los talleres literarios y las reuniones con quienes llamaba sus amigos las tardes. Los inocentes creen que lo mató la cirrosis, que aquella escena dantesca de vomito y sangre y cuerpo contrito era la prueba. Los que estuvimos cerca, física o sentimentalmente, sabemos bien que eso sólo era la apariencia que escondía el verdadero secreto. El vómito era la vida, la sangre era la hiperestesia derramada, el cuerpo contrito era el desahucio y la soledad. Los pocos testimonios que quedan de su paso por el mundo son 2 hijas y 3 ó 4 libros. Yo tengo sólo uno que él mismo me regaló y dedicó en una madrugada de complicidad. Es posible que ese libro sea el que más haya leído en mi vida, aunque no estoy seguro si es por melancolía, porque es un libro ligero y envolvente, porque es el único que tengo dedicado con el puño y la letra del autor o por el último cuento que siento mío. De cualquier modo, aquella noche de desenlace volví a leerlo y su fantasma rondó en la habitación. Escudriñé las palabras y las frases tratando de traducir un texto oscuro, en algunos puntos incomprensible. Ciegos mirando a una mujer cogiendo con otro con las luces encendidas, un barco que se aplasta entre los dedos, una súbita desaparición de todos. Los verdaderos significados se fueron con él. Acaso trató de explicármelos en aquellas noches que hablaba mientras sus ojos se perdían en un muro o en sus discursos de riders on the storm o en la manera de decirme “creatura”, como si fuera un niño pequeño que necesita un poco de malicia para salir del nido. Lo cierto es que el mensaje nunca fue claro y cuando todo pasó me desvelé muchas noches tratando de comprenderlo hasta que el cansancio, el olvido y la rutina me vencieron y no fui capaz de imaginar que poco tiempo después, sin proponerme pensar otra vez en aquello, regresaría nítidamente como cuando uno se despierta por completo luego de un sueño profundo. Al poco tiempo de su muerte, traté de hablar con Andrea, a solas. No fue posible. Nuestros encuentros siempre estaban rodeados de gente y nunca se presentó la oportunidad para hablar de algo que tal vez éramos los únicos que comprendíamos. Por timidez o por respeto al silencio que era la mejor vindicación de nuestra memoria, nunca me atreví a concertar una cita con ella. Temí también que no aceptara. Después de aquello, me fui alejando de todos y me concentré por completo en los asuntos de mi pintura y en la tormenta que vivía con mi pequeña viajera que iba y venía cada tanto entre silencios, secretos y otras melancolías. No volví a tener noticias de nadie nunca más.

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