martes, 1 de julio de 2008

No tuve tiempo de protestar; de todos modos no ofrecí resistencia. Se llevó los dos billetes que llevaba en el bolsillo, la mochila y lo oí correr en la calle desierta. No podía moverme; tampoco hice el intento. Sentía un dolor intenso y el calor que precede a la inflamación en la cara, en los brazos, en el vientre. Escuché a una rata chillar y correr muy cerca. Me fui quedando dormido poco a poco en el piso, con el rostro en las rodillas y las manos entre ellas. Al despertar ya comenzaba a amanecer y el dolor en cada pedazo de mi cuerpo era aún más grande. Traté de levantarme. Me fui arrastrando hasta la pared para ayudarme con las manos. Cuando al fin estuve en pie, avancé sosteniéndome con una mano de aquel muro y con la otra el vientre que me dolía insoportable. Al salir del callejón, la poca gente que caminaba a esas horas iba de prisa y al verme se apartaba de mí. Algunos cruzaban la acera sin dejar de mirarme, unos con miedo, todos con lástima. Me quedé recargado en la esquina sin saber hacia dónde dirigirme, no podía llegar muy lejos. Por fortuna ya no era necesario sostenerme con las manos así que pude avanzar un poco hasta encontrar lugar para sentarme en un parque cercano. Me toqué la cara y era una masa que no se parecía en nada a lo que mis dedos recordaban y pude notar los restos de sangre seca que había escurrido de algún lado. Hasta entonces fui consciente del terrible dolor a la altura de la nuca que se sumaba al resto de sensaciones tormentosas. Me recosté acomodando la cabeza lo mejor que pude para evitar la zona de dolor y me volví a quedar dormido. Abrí los ojos y lo primero que vi fue a un grupo de niños que me miraban con espanta curiosidad. Salieron corriendo y gritando al ver que me movía. Desde lejos, escuché la voz de una mujer que les ordenaba alejarse de mí. El lugar estaba repleto de viejos con perros y niños. No quería levantarme y no sabía si era posible pero la vergüenza fue mayor que el resto. Como pude me puse en pie y comencé a andar hacia donde la inercia me llevó. Sentía demasiado dolor y tenía hambre. Me acordé que ya no tenía dinero. Caminé el resto del día tratando de alejarme del centro de la ciudad y durmiendo cada tanto en el mejor lugar que podía. En una de esas veces, un policía me despertó con bruscos piquetes de macana y tuve que seguir caminando mientras él me veía alejar. Al pasar por una tienda de frutas al aire libre, fui capaz de robarme una manzana sin que nadie lo notara y, al dar la vuelta en la esquina, la devoré en un minuto. En lugar de reducirse, el hambre aumentó todavía más y un largo ruido desde dentro del estómago me reclamó sin piedad alguna. Entrada la noche, encontré una montaña de periódico y con ellos me hice una cama y una sábana que crujían con cada movimiento. No oí llegar a los chicos que nunca supe si trataron de moverme. La mañana siguiente me despertó la fuerte tos de uno de ellos. Me dieron de comer pollo podrido que devoré sin reclamos. Aprendí a ganarme la vida limpiando parabrisas y robando comida de las tiendas. Fui incapaz de aprender a hacer malabares. Lo que ganábamos se iba en comprar aguardiente o perdido en las apuestas con otros. La vida iba pasando sin más. Se hacía día, luego tarde, luego noche y nadie se preguntaba que era todo aquello de despertarse sin saber bien a bien para qué. A veces no trabajábamos e íbamos a reunirnos con otros que siempre encontraban forma de divertirse antes que el aguardiente hiciera efecto y todo terminara en pelea. Pasaron días, no sé cuantos, semanas o meses. La única conciencia del tiempo eran las fechas de los periódicos que nunca sabía que tan viejos eran. Las únicas medidas válidas eran día o noche, verbos en pasado y mañana o luego. A veces me enteraba de la fecha exacta pero se me olvidaba a los pocos días y era difícil volver a enterarme. Y sin embargo nos despertábamos todos los días, imagino que a la misma hora, buscábamos de comer y después íbamos a lo de los coches. Ellos a veces pedían dinero en la calle; yo nunca pude hacerlo, primero por vergüenza, después porque a mí nunca me daban nada, me veían demasiado grande y fuerte para no tener necesidad de hacer aquello. Un día de tantos, alguien pareció reconocerme; yo me hice el desentendido aunque me ruboricé sin remedio. Terminé de limpiar el cristal y extendí la mano mirando al piso. Se fue y entonces fue la primera vez que volví a preguntarme la razón de haber terminado en esa circunstancia. Sentí nostalgia de mi vida de antes y me sentí verdaderamente miserable, hecho un guiñapo. La sensación no me abandonó a partir de ese momento. Comprendí que no pertenecía a nada de todo eso y que era en vano seguir engañándome a mí mismo. Días después pasó lo de Sidral y ya no regresé con los otros. Me fui caminando, caminando, caminando sin saber otra vez a dónde.

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