martes, 1 de julio de 2008

Una mujer me miró desde lejos y me fui perdiendo, perdiendo. Lo único que recuerdo son sus ojos negros y sus manos largas. Me llevó a su casa y me hizo dormir con ella. Me dio de comer y dejó que me bañara durante más de una hora. Del marido, me dio ropa vieja que me quedaba grande. Me hizo dormir con ella de nuevo y luego me corrió de su casa. Los niños jugaban en la calle y el balón rodó hasta mis pies. Uno de ellos fue por la pelota sin darse cuenta de mi presencia y mandó un centro que casi se le escapa al portero de las manos. Era la primera vez desde hacía mucho que me sentía limpio y sin hambre de ningún tipo. Con un billete que le había robado a la mujer sin que lo notara, compré un cuaderno de dibujo y un lápiz. Me senté en una entrecalle y comencé a dibujar la esquina contraria sin demasiado esmero. En pocos minutos había terminado y lo puse en venta sobre el piso. Lo compró una mujer en la primera cifra que se me ocurrió y ese se volvió el precio de los siguientes. Luego hice mi primer retrato para una chica que el novio pagó con generosidad. Al día siguiente regresó con una diferente para la misma cosa. Así me volví dibujante de retratos de mujeres que hacía parecer menos feas de lo que en realidad eran. A las de cara redonda les estilizaba los pómulos, a las demasiado delgadas les sombreaba la sonrisa. En poco tiempo conseguí rentar un pequeño cuarto y pagarme un refrigerador usado que me enseñó a guardar comida suficiente. Ya no fue necesario salir a las esquinas, la gente llegaba a buscarme ahí mismo. Así que sólo salía cuando se acaba la despensa o a comprar cigarros en la tienda de enfrente. Convencí al tendero que él mismo me comprara las cosas para dibujar por un cargo extra. Dormía en una colchoneta que tendía y destendía cada día porque ahí mismo era recámara y estudio a la vez. Algunas veces lograba la compañía de alguna chica que se enamoraba de su retrato y lo confundía con simpatía hacia mí. Ninguna regresó dos veces. No importaba. Además del dueño de la tienda que me saludaba y el casero, no tenía amigos. Cuando bebía lo hacía ahí mismo, a solas. Una noche de recuerdos, me dieron ganas de llorar y no fue posible. Al día siguiente dormí hasta tarde y aunque oí que tocaban a mi puerta no la abrí, esperé sin moverme hasta que se fueron. Ese día por fin decidí caminar más lejos que a la esquina. Redescubrí calles olvidadas de tanto no verlas, me sorprendió la lluvia cuando ya iba de regreso y noté los agujeros de mis zapatos cuando el agua se metió debajo de ellos. Sin saber cómo, pasé por una calle por la que sólo había pasado una vez antes en toda mi vida y otra vez me atacaron los recuerdos al ver aquella casa abandonada con un balcón a punto de caerse. Me quedé parado enfrente largo tiempo. Escudriñando con los ojos cada detalle e imaginando el interior que sospeché aun en peores condiciones que la fachada. Quise llorar de nuevo al comprender la magnitud de la soledad mía y otra vez no pude; se me habían acabado las lágrimas para siempre.