domingo, 13 de julio de 2008

La salvación inmóvil

La noche ha caído. Es otoño y es octubre. Afuera, las hojas se desprenden de los árboles porque es su tiempo. Adentro, un exiguo arroyo que se derrama por la escalera me conduce cuesta arriba hacia el cuarto de baño. Mi mano diestra gira el picaporte, la otra sostiene la pared del umbral como si fuera a derrumbarse. Mis piernas, pesadas como rocas, no consiguen dar el paso que intentan. Una súplica agonizante me llega antes que la visión de sus miembros flácidos hundiéndose en aquel líquido turbio. Delgados ríos escarlata resbalan de las muñecas colgantes. La tina donde se va hundiendo ha comenzado a teñirse. Con la mirada me repite una frase que ya no puede escapar de su garganta. El agua se oscurece, corre por el piso, rodea a la estatua en la que me he convertido y sigue su curso. No se detiene, no sabe detenerse. Dentro de aquella bañera la vida se transfigura en su contraria con pasmosa lentitud. Mis músculos no se mueven, mi mano sigue adherida al picaporte, mis pies se niegan a ir más allá de donde están clavados. Todo en mí ha comprendido la necesidad de salvarla. Ella intenta mover los labios y consigue un gesto que no logra ser sonrisa. Una lágrima, real o imaginada por mi mente absorta, amenaza con escurrir por las mejillas sin conseguirlo. Luego, no me mira más, sus pupilas siguen fijas en mí pero ya no pueden verme. Un ruido sordo me saca del trance cuando algo cae al fondo escapando de sus dedos. El agua ha dejado de ser cristalina por completo.

Es hasta entonces que me arrojo a ella. Mis rodillas chocan contra el piso. De hinojos, postrado ante el cuerpo inerte, lloro como un idiota. Mis gritos de loco hacen eco en los muros convertidos en cámara mortuoria. El cadáver desnudo, aún caliente, se deja convulsionar sin resistencia por mis manos que se han vuelto garras. Al fin he conseguido moverme.

Hoy, un hoy que es el mismo de entonces, no hay viento, aun así continúan cayéndose las hojas. Es una noche de botellas de ron vacías. Las imágenes bailan en mi memoria una danza de recuerdos ebrios, confusos. Mis dedos repiten el ritual de no despegarse del vaso de hielos derretidos al imaginar un intento de sonrisa que se dibuja entre las sombras. Un fulgor como de ojos se apaga en la chimenea de cenizas humeantes y una voz que no suplica, sino que ordena, emerge de las paredes de la habitación obligándome a ser otra vez el mudo testigo de una escena que no soy capaz de comprender. Aquí sigue siendo octubre, al otro lado de la ventana ya es noviembre. Todavía es otoño.

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