miércoles, 22 de abril de 2009

La verdad es una sola: que acabé en la academia de artes porque no me atreví a estudiar arquitectura y dedicarme a hacer trazos sobre un papel toda la mañana, que mi fascinación por el renacimiento escondía un desconocimiento absoluto de otras corrientes artísticas y que incluso tampoco de ésta sabía demasiado. No sé bien a bien cómo, logré terminar una docena de cuadros que eran, porque no decirlo, réplicas abstractas de las pinturas que me habían impresionado mucho en aquella época y de las cuales quise tomar lo mejor pero acabé sólo atrapando lo peor de cada una de ellas. Que a partir de ese momento tuve una crítica en un diario local muy halagadora que debió hacer un hombre con menos conocimientos aún que los míos puesto que aquellas réplicas nefastas habían logrado impresionarlo de alguna forma, o tal vez sólo no tenía nada más sobre qué escribir y lo obligaron a llenar aquel espacio de hoja con cualquier asunto, por minúsculo que fuera, y casi por azar se había enterado de aquella exposición organizada por un amigo de mi padre, que seguramente pagaba la deuda que en otro tiempo habría adquirido con él, y había entrado al recinto y dado un corto giro mirando la docena de pinturas empotradas en los muros mientras se bebía una y otra copa de vino tinto barato y tal vez se tomaba la molestia de hacer uno que otro apunte en un cuadernillo viejo y deshojado para después tener con qué llenar aquel espacio del diario y más por pusilanimidad que por convencimiento había decidido, porque hasta en lo pusilánime puede haber alguna decisión, escribir una crítica amable de aquellas plastas de color horrendas y sin ningún rasgo a destacar, pero que él increíblemente había descubierto quién sabe en dónde, tal vez copiando una vieja nota de otro crítico sobre otro artista y había hablado de la fuerza en el volumen y le firmeza de los trazos como si yo mismo no supiera cuánto me temblaba el pulso al hacer aquello. Y más azarosamente alguien lo había leído, cansado de saber sobre la nueva ley en el congreso o el último penalti cobrado en el tiempo de compensación y se había encontrado con aquellas pocas líneas que elogiaban el trabajo de un pintor que se había atrevido a serlo por no estudiar arquitectura y no tenerse que pelear con la geometría de un muro y había tenido la fortuna de ser hijo de uno a quien otro le debía un favor que ahora pagaba y que encontraba su minúscula fama por un pésimo crítico provinciano que no tenía otra cosa que escribir en su sección y que era luego leído por otro más que había creído la sarta de mentiras o cobardías contadas por aquél y había ido al día siguiente a mirar con sus propios ojos las glorias narradas en un pedazo de papel periódico e, influenciado por eso, encontraba también virtudes en unos trazos absurdos e inexactos y decidía que merecía la pena hablar de esto en un diario menos provinciano. Y, como suele decirse, de la noche a la mañana, yo ya era a los ojos de todos un artista buscando un nuevo sentido del arte aunque ni yo mismo sabía lo que una cosa como esa podría significar, y me llamaban para pedirme entrevistas a las que nunca tenía idea cuáles eran las respuestas adecuadas, pero que, no tengo idea cómo, parecían resultar de lo más interesantes para los lectores, porque luego encuadraban mis frases en el título de los artículos. Paseaba por reuniones a las que me invitaban y asistía a congresos donde tenía que exponer temas de lo más parcos y de los que hablaba sin tener nunca certeza de si lo que yo decía entre titubeos era siquiera verosímil pero que todo mundo aplaudía con pleitesía como se acostumbra. Y un día, sin saber por qué, pinte un muro y luego otro y otro más, creo que por falta de imaginación y no por otra cosa, o tal vez porque con ello se escondía aún el no haber sido arquitecto, y escogí un solo color como marca inequívoca de aquella imaginación del todo ausente e hice de ello una obsesión absoluta en la que todo el mundo encontraba múltiples significados y un arte que merecía todo tipo de descripciones pero que yo mismo no lograba siquiera comprender.

jueves, 2 de abril de 2009

Querido mío,

Sé que no has comprendido y lo lamento tanto. Tal vez me he equivocado en pedirte aquello, pero pensé que al fin te habías dado cuenta de lo que se trataba todo. Lo he decidido la otra noche en que miré tu cuadro, sí, ése que aún no terminas. Vi tantas cosas en él, quizás demasiadas, pero no más de las que había. Supe entonces que la búsqueda a través de tu pintura te había conducido al mismo punto que a mí me condujeron los largos años de mi existencia. No sé nada de pintura, lo sabes. Apenas si soy capaz de distinguir los colores y algunas formas y no sé que significan cosas como la dualidad de El David o la multidimensión de la capilla sixtina de la que tanto hablas. Yo apenas si las he visto en algún libro y no comprendo nada de todo eso que dices. Pero hay algo en lo que coinciden esas cosas con los libros que he leído: te abren otras puertas. Me parece que detrás de la primera hay otras y detrás de ésas quién sabe cuántas más. Me has explicado mil veces por qué tu obsesión con el azul índigo de tus cuadros y por qué sólo muros y, aunque te he escuchado atentamente, reconozco con vergüenza que no te he comprendido casi nada. Si hay colores tan bonitos no entiendo la razón de usar sólo uno, y precisamente ése. Tienes que perdonarme, soy decididamente torpe. Y, sin embargo, el otro día, oí que el gato se había metido a tu estudio y fui tras él para que no fuera a hacer ningún daño allá adentro. Le hablé desde la puerta y, como no salía, me metí a hurtadillas. Quedé impresionada de ver tu cuadro en el centro de la habitación. Era azul y eran muros, como siempre, pero había algo más, mucho más. No podía dejar de mirarlo. Se notaba que aún no lo terminabas, pero supe que estabas cerca. Entre todos esos trazos de tanto azul y de tantas entradas y salidas, al fin pude ver lo que había en medio de todo, las otras puertas. Me hiciste pensar en una historia que leí en los libros de la vieja donde Ariadna le daba un hilo a Teseo para no perderse en el laberinto de Minotauro. Te imaginé desesperado buscando aquel hilo que se te había soltado en algún punto de la lucha y que por buscar el hilo habías olvidado buscar la puerta y lloré, lloré mucho mientras el gato ronroneaba a mi lado. Cuando lo vi junto a mí, pensé que a mí me había pasado lo mismo: por buscar al gato encontré tu cuadro y por tu cuadro me había olvidado por completo del pobrecito minino. Tú eres así, buscas el hilo, nunca la puerta. Al fin, no tienes el hilo y mucho menos la puerta. Y ahí estaba, evidente entre todo ese mar de azul, entre los recovecos de tus entradas y salidas, tu desesperación por encontrar un hilo inexistente. Bueno, tal vez estaba, pero no lo vi, perdóname. El caso es que comprendí tu desesperanza. Perdóname otra vez, me has es explicado muchas veces que lo que causa el cuadro no quiere decir que sea lo que tú sientes, pero yo no estoy muy segura de eso. No puedo entender que algo que tú hiciste no contenga dentro tus emociones y menos puedo comprender cómo serías capaz de representar una desesperanza que nunca antes has sentido. Me parece absurdo. A veces creo que sabes tantas cosas que terminas por echar a perder todo. Si no te has pintado a ti a quién has pintado entonces. Lo que estoy segura es que has conseguido pintar la ausencia de todo, la existencia de nada. La inexistencia de un hilo que se busca para encontrar la puerta. Y cuántas veces habremos pasado por la puerta y no la hemos visto por mirar el suelo. Luego pensé que no se podría pasar por la puerta sin haber visto el hilo y acabé creyendo que, de tanto quererlo, uno acaba viendo nada. De eso se trata, no. Ay, ya no sé ni lo que digo, debo de estar loca. Sólo te quería decir que cuando vi aquel cuadro pensé que al fin éramos semejantes y que había llegado el momento de pedirte lo que había deseado desde el día en que te conocí en el parque. Imagínate. Si ahora te he hecho tanto mal, no sé que hubiera pasado aquel día si te lo decía así, a la primera. Ahora puedo confesártelo, quise pedírtelo desde el primer día, porque desde entonces supe que eras tú quien podría ayudarme. Ahora no sé lo que piensas de mí. Pensarás que soy como Minotauro, con cuerpo de ser humano y cabeza de animal y no te atreves a decirlo. Discúlpame, soy tan torpe, ya no sé ni lo que digo. Buenas noches.