domingo, 27 de julio de 2008

Costo beneficio

El problema de pensar como economista es que se sacrifica el corto por el largo plazo y todo es un hecho de costo-beneficio. Mientras tanto, Qué puta madre hago con lo que resta del domingo.

jueves, 24 de julio de 2008

La última vez que vi a Alejandro iba con Andrea, que lo sostenía del brazo. Se veía realmente mal. La piel amarilla que delataba el mal estado de su hígado no era una buena señal y por primera vez me di cuenta que estaba viejo. Nunca supe su edad exacta, creo que él tampoco. Sin preocupación de las formas, nunca aprendió a manejar porque no tenía licencia de conducir, nunca la tuvo porque tampoco tenía acta de nacimiento. No sé si aquel documento existió alguna vez y lo perdió, o simplemente nunca hubo nadie que lo pasara por la oficina de registro. Así que en las entrevistas cambiaba constantemente el lugar donde había nacido y hacía lo mismo con la edad. Creo que tendría unos 45 años y había nacido cerca de aquí, pero como todos, no estoy seguro. Sabemos también que pasó por alguna universidad o fue un genio autodidacta porque tenía análisis profundos sobre Baudelaire y otros que me presentó en aquellos días. El rock, el Jazz y el ron le entretenían las madrugadas, Ángela y el barco de cristal los mediodías, los talleres literarios y las reuniones con quienes llamaba sus amigos las tardes. Los inocentes creen que lo mató la cirrosis, que aquella escena dantesca de vomito y sangre y cuerpo contrito era la prueba. Los que estuvimos cerca, física o sentimentalmente, sabemos bien que eso sólo era la apariencia que escondía el verdadero secreto. El vómito era la vida, la sangre era la hiperestesia derramada, el cuerpo contrito era el desahucio y la soledad. Los pocos testimonios que quedan de su paso por el mundo son 2 hijas y 3 ó 4 libros. Yo tengo sólo uno que él mismo me regaló y dedicó en una madrugada de complicidad. Es posible que ese libro sea el que más haya leído en mi vida, aunque no estoy seguro si es por melancolía, porque es un libro ligero y envolvente, porque es el único que tengo dedicado con el puño y la letra del autor o por el último cuento que siento mío. De cualquier modo, aquella noche de desenlace volví a leerlo y su fantasma rondó en la habitación. Escudriñé las palabras y las frases tratando de traducir un texto oscuro, en algunos puntos incomprensible. Ciegos mirando a una mujer cogiendo con otro con las luces encendidas, un barco que se aplasta entre los dedos, una súbita desaparición de todos. Los verdaderos significados se fueron con él. Acaso trató de explicármelos en aquellas noches que hablaba mientras sus ojos se perdían en un muro o en sus discursos de riders on the storm o en la manera de decirme “creatura”, como si fuera un niño pequeño que necesita un poco de malicia para salir del nido. Lo cierto es que el mensaje nunca fue claro y cuando todo pasó me desvelé muchas noches tratando de comprenderlo hasta que el cansancio, el olvido y la rutina me vencieron y no fui capaz de imaginar que poco tiempo después, sin proponerme pensar otra vez en aquello, regresaría nítidamente como cuando uno se despierta por completo luego de un sueño profundo. Al poco tiempo de su muerte, traté de hablar con Andrea, a solas. No fue posible. Nuestros encuentros siempre estaban rodeados de gente y nunca se presentó la oportunidad para hablar de algo que tal vez éramos los únicos que comprendíamos. Por timidez o por respeto al silencio que era la mejor vindicación de nuestra memoria, nunca me atreví a concertar una cita con ella. Temí también que no aceptara. Después de aquello, me fui alejando de todos y me concentré por completo en los asuntos de mi pintura y en la tormenta que vivía con mi pequeña viajera que iba y venía cada tanto entre silencios, secretos y otras melancolías. No volví a tener noticias de nadie nunca más.

martes, 22 de julio de 2008

Se dice que los suicidas no buscan matarse realmente, sino que esperan que en el último minuto alguno llegue a salvarles y les reconozca de algún modo. De los escritores he oído cosas semejantes.

viernes, 18 de julio de 2008

Me gustaría contarle a alguien todo lo que me está pasando. Tristemente, no tengo a quién.

"¿Existe el Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz"

El Aleph, Jorge Luis Borges.

martes, 15 de julio de 2008

domingo, 13 de julio de 2008

El eterno círculo del instante infinito

“He soñado una fuga

Un para siempre suspirando en la escala de una proa…

A lo largo de un muelle

Y a lo largo de un cuello que se ahoga.”

Cesar Vallejo.

I

Afuera llueve y yo consigo llegar antes de mojarme, casi sin mirar los tres búhos que anuncian el nombre del lugar y la parodia irónica de mi insomnio. Donde siempre, donde siempre, aunque no sepa desde cuándo es siempre o cuando dejo de serlo. La gente corre en la calle intentando escapar de la lluvia. Los miro a través del cristal de la ventana, que está cerca de la mesa que he escogido para esperarte, mientras lucho con el tabaco de mi cigarro sin filtro para que no se me pegue en los labios. Con el pretexto de la lluvia que te ha detenido en algún lado, pienso que te espero infructuosamente. Me desespero. Me siento incómodo en este lugar que me parece una realidad extraña de voces que no comprendo, de discusiones triviales y lejanas que hacen que mi inquietud aumente. En la mesa de junto, una mujer lee un montón de hojas amarillentas de humedad y de abandono en las que sólo alcanzo a distinguir un montón de pequeñas manchas negras irreconocibles a la distancia. Para disimular mi ansiedad, remuevo el café que he pedido y me quedo hipnotizado por el líquido girante. Al levantar los ojos, veo otra vez ese cristal enorme que está ante mí, pulido tantas veces para fingir una pureza que nunca tendrá al reflejarme, al repetir una silueta que se confunde con las figuras del otro lado, como un espectro proyectado hacia un plano de dos dimensiones, sin volumen. Frente a él soy una imagen que se esfuma cuando la luz se apaga o cuando cierro los ojos o cuando me muevo de sitio. La mujer cambia de página y fuma. Nunca sabré su nombre o su historia, está ahí a causa de un azar desconocido, cuando tú aparezcas lo demás no va a importarme porque reconoceré la voz que me dijo nos vemos donde siempre en una mañana aún sin lluvia, la misma u otra de la que no sé nada, y y no estoy seguro si algo sé de mí, pero sospecho que ya no soy el mismo.

II

El sol se cuela entre las cortinas despertándote de un sueño que no recuerdas y te metes como autómata a la ducha. Las gotas caen sobre tu cuerpo y escurre por tu cabello largo que es un canal de agua bajando hasta tus pies entre los pezones erectos y los muslos húmedos. Las manos se convierten en caricia que recorren el contorno de la piel, los huesos reviven la carne, el corazón latiendo que te convierte en ánima que respira y que es al mismo tiempo un ser y una quimera. Luego, tus pasos avanzan en la acera de una calle desconocida, tus oídos captan un lenguaje distinto del tuyo. La fascinación de lo extraño te llena al recorrer esa nueva realidad que se presenta frente a ti en forma de edificios, de calles, de ciudades, sin la consciencia de que estos muros han estado aquí siempre, hasta hoy separados de tus ojos por un mar inmenso en un horizonte intocable para una mujer solitaria, que se rebela para mirar las columnas de este templo idólatra que es la casa de dioses derrocados por el tuyo, elevándose hacia el cielo. Miras aquello queriendo ser parte de ese mundo al que no perteneces, pequeño ser ante un palacio cuya sombra proyectada sobre el piso lo hace parecer inmenso e indestructible. La escena te envuelve deseando que la imagen se instale en tu memoria y se quede ahí, para siempre.

III

Una zarza en medio del desierto. Una voz que sale entre las llamas para ordenar: Quítate las sandalias porque el lugar que pisas es sagrado. No tendrás otros dioses delante de Mí. Amarás a Tu Dios sobre todas las cosas y a Él sólo servirás. No vayas. No voltees atrás, salitre, estatua. No preguntes. Acepta. Honra a tu padre y a tu madre. Detente. No mires hacia arriba. Cúbrete el cuello, los senos, las piernas. No desees. No hagas caso a las exigencias de tu cuerpo. Detén el líquido que escurre de entre los muslos. No te entregues. No tengas amores ilícitos fuera del matrimonio. No desees al hombre de tu hermana. No codicies. Acepta. No rompas las reglas. No robes. No mates. No cometas adulterio. No te entregues nunca a los placeres de la carne. Lava tus culpas. Arrepiéntete. Has penitencia. Flagélate. Sacrifícate. No abras los ojos. No olvides la moral. Respeta las buenas costumbres.

IV

Un viejo abrazo de otros tiempos. Te sentiré cerca. Tu cabello húmedo me mojará la cara y el aroma de un perfume que he olvidado me llegará con el aire cuando tu cuerpo acorralado por mis brazos esté junto al mío. A pesar de tu cercanía, hay un espacio que no nos junta nunca porque algo más allá de nosotros mismos impide que nos acerquemos creando entre los dos una distancia inexplicable que te separa de mí. Musitas algo que no logro comprender. Del mismo modo, mi voz sale de algún lugar vacío. Cuánto tiempo. Pareces no escucharme y te sientas, sacando nerviosa un cigarrillo de tu bolso sin saber qué decir, como si buscaras a alguien que venga a salvarte. Te sueltas a contarme del viaje que regresas sin revelar detalles. Repites una fría bitácora del itinerario calculado de quien no quiere decir nada de sí mismo. Te escucho tratando de interpretar más allá de aquel recorrido lineal y no puedo, no encuentro el modo de que ese relato me provoque una emoción definida. Lo que cuentas es la historia de un viaje en un tren sin ventanas, que atraviesa el mundo sin que se pueda mirar hacia afuera. Oigo la lejanía de tu voz que pertenece a otro espacio y a otro tiempo en donde yo no soy más que un mudo testigo. La mesera nos interrumpe a veces para volver a llenar las tazas de café o yo enciendo un nuevo cigarrillo o trato de distinguir las letras de las hojas amarillas. Hay algo en tus palabras que no consigue convencerme. Tu historia parece fragmentada, una suerte de mordaza detiene todo intento de revelación y a mí, que me interesa la otra historia, la omitida, la que pienso que te esfuerzas por no contar, me ataca de nuevo la ansiedad y tengo ganas de huir, de caminar y mojarme o de cualquier cosa. En cambio, con tal de no mirarte, me pongo a ver en cada nueva bocanada de humo cómo las volutas se enroscan en el aire con dirección al techo. Me da vergüenza que descubras mi hastío. Nada pasaría si yo me levantara y me fuera, puesto que estarás cumpliendo un rito que crees obligatorio, y salir de aquí no haría más que acelerar el trámite. Yo, que lo sé, sigo clavado en la silla en contra de mi voluntad, jugando con el humo o mirando a cualquier parte y, entre el bullicio y el ir y venir de gente, vuelvo a encontrarme con ese montón de manchas negras que no distingo y que quisiera poder leer de alguna forma, pero un misterio que no logro desentrañar me mantiene aquí, petrificado, como si no tuviera elección posible. Al voltear hacia la ventana vuelvo a ver a la gente escapando de la lluvia y me parece que ya he visto a la misma persona corriendo para no mojarse y me inquieta pensar que es de ese tipo de cosas que uno ha visto antes de que sucedan y al concentrar la mirada en mi propio reflejo veo que, a pesar de que el tiempo que ha transcurrido, todavía están sobre mi ropa las marcas de la lluvia. Miro a mi alrededor. Veo la normalidad de la gente hablando, a las meseras que sirven, a la mujer que no despega los ojos de aquellas hojas y me doy cuenta que detrás de esa normalidad aparente hay algo que no es como debiera.

V

Un tren te lleva al siguiente destino; estás cansada de mirar por la ventana y prefieres cerrar los ojos y dormirte. Te escondes en un sueño conciliado a medias en un viaje sin rumbo, con un boleto de ida a cualquier parte, recorriendo lugares ajenos a ti que te han llevado de la fascinación a la rutina. Tu andar es ahora una costumbre donde eres presa de una inercia que no alcanzas a comprender, con imágenes cruzando una tras otra ante tus ojos sin que tú logres atrapar ni un solo instante. Te miras caminando por una plaza entre la gente, todos ajenos, sombras que avanzan acechándote. Una horrible sensación se instala dentro del estómago y tu respiración se agita. Latidos del corazón que rebotan en tus sienes, tú en medio, tratando de buscar una salida que no encuentras, empujando esos cuerpos que se cruzan en tu camino, gritos que se pierden entre el tumulto de voces que no comprendes, turba que te jala y te acorrala, tú enterrando las uñas en su carne, piel helada que te congela las manos, palabras descompuestas que no sabes si salen de tu garganta, pasos trastabillados, transpiración fría, hedor putrefacto, basurero humano, brazos llagados por un sol que quema entre nubes oscuras, infierno de demonios inmisericordes que te arrastran rompiéndote la ropa, aullidos de dolor, de un pánico terrible porque el sol te quema y es de noche. Luego despertar. Salto hacia la realidad después de la pesadilla. Nervios alterados por un sueño inconexo, enrarecido por imágenes sin lógica, persecución del subconsciente provocando cosas que no existen, ojos abiertos que te dejan ver al tren que se detiene, ruido de pasos que andan por el pasillo y tú, que tratas de reaccionar apenas, deseas que esa horrible pesadilla desaparezca para siempre.

VI

Y un ángel se presentó en sueños a José y le dijo: levántate, toma al niño y a su madre y regresa a Israel, que ya han muerto los que trataban de darle muerte. Pero José tuvo miedo y al enterarse que Arqueleo, el hijo de Herodes, reinaba en lugar de su padre, prefirió quedarse en Nazareth, en la región de Galilea. Regresa al lugar de donde partiste. Retorna a tu sitio. El mundo es demasiado para ti. Es tiempo de volver, de pisar sobre suelo seguro. Vuelve sobre tus pasos. Mira lo que dejaste atrás. Vuelve a la casa de tu padre. Ya no hay nada qué temer. Ha llegado la hora. Recupera el tiempo perdido. Es tiempo de detenerse. Guarda estos recuerdos en un muro y cuélgalos en la pared. Ya es pasado. La sociedad te exige de regreso. No salgas de noche. No abras la puerta. No mires por la ventana. Recuerda el miedo de salir a la calle. Afuera hay mil peligros que te acechan. No hay nada qué hacer del otro lado del muro. Enciérrate. Enciende las luces. Duerme temprano. Busca estabilidad. Certezas. Necesitas certezas. Basta de incertidumbre. Basta de experimentos. Ha llegado la hora. Procrea. Firma el contrato. Olvida la soledad. Entrégate, para siempre.

VII

Este lugar ya no es el mismo de hace años. Tal vez el lugar sí, yo no. Estoy en medio de un ir y venir de gente, mesa-isla, voces perdidas en un aire que huele a tabaco, unas manos que juegan con tazas vacías, unos ojos que no se atreven a mirarse. Hablarás de un viaje, de lugares, de cosas, todas ellas parte de una historia que no tiene nada que ver conmigo. Contarás de un avión que se va, de un tren que cruza; no podrás hablar nunca de esas imágenes que son sólo tuyas ni podrás hacerme ver lo que has visto tú. Es la historia de un avión que despega junto con tu esperanza, es una huída en busca de respuestas, como si fuera un puente entre un pasado guardado en un cajón para que no salga nunca y un futuro pletórico de promesas. La historia que yo sé —la que recuerdo— es distinta. La mía es la de un avión que se esfuma de mi vista y una melancolía atrasada. Dos alas que se evaporan entre las nubes de la misma forma que me desvanezco con ellas convirtiéndome en un actor que sale de cuadro, el extra de un film sin futuro en una sola escena. Después nada importa. No se sabe más de mí. Lo que suceda conmigo no interesa en una película que te tiene como protagonista. Mi vida toda es un fragmento de la tuya y quiero que regreses, que yo exista depende de ello. Tú no vuelves y yo me quedo congelado en el primer acto de la obra. Telón cerrado, llamada hasta nuevo aviso. Eso es lo que yo recuerdo. Comprendo entonces que nada es para siempre, que nadie es para siempre, que yo no soy toda la historia. Es evidente que el relato no es el mismo, yo lo cuento de ida, tú de regreso. Luego ya no se sabe más, me vuelvo un pasado que se olvida hasta que me invocas de nuevo y me doy cuenta que nos soy capaz de comprender nada. Busco en mi memoria y no puedo recordar lo que ha sido de mí en todo el tiempo en que no has estado. Mis últimos recuerdos son los búhos, la lluvia, la vaga idea del insomnio y esta mañana cuando volvía a encontrarte. Antes de eso sólo recuerdo un avión que se aleja. Todo comienza a tornarse extraño. No sé lo que ha pasado en este lapso de tiempo, no puedo mirarme trabajando o riendo o llorando ni puedo recordar un rostro o un olor o una sensación cualquiera. Siento algo roto en mi cabeza. Por más que busco, no logro recordar nada, ni un solo instante donde estés tú siempre. No logro siquiera imaginarme hablando con amigos ni puedo precisar mi edad ni el lugar de mi nacimiento ni a mis padres ni el lugar donde jugué cuando era niño. No sé de dónde llegué antes de estar aquí sentado ni lo que hice después de encontrarte. Y en este desasosiego me siento obligado a seguir aquí, esperando. No quiero convertirme otra vez en el fantasma sin recuerdos que regresará al limbo de donde nunca debió haber salido. Alargaré la agonía, me interesaré en ti, es decir en mí, la única certeza ahora es que, mientras permanezcas contando de lugares y cosas que no me pertenecen, seguiré existiendo un instante más y eso es el para siempre que tú aún no has encontrado. No puedo recordar nada. Maldita sea. No sé qué soy, quién soy que sólo existo cuando tú estás presente. Qué o quién me está jugando esta mala pasada. Dentro de mí hay una tempestad. Quién me ha puesto aquí y ahora mismo. Por qué no puedo pensar siquiera a dónde iré después de esta entrevista, qué es esto, qué es esto, Dios mío.

VIII

El viaje ha perdido todo sentido, te da lo mismo ir a un sitio que a otro. Decides regresar, acaso lo que buscas está donde antes no pudiste encontrarlo. En una maleta guardas los recuerdos que caben, las imágenes se han vuelto una foto congelada en un trozo de papel, nadie, ni tú misma, podrán devolver a ese museo o a ese castillo o a esa calle su forma real. Los ruidos se confundirán con otros, los muros perderán toda textura, los sabores se mezclaran con tu saliva y el aroma escapará como ha llegado perdiéndose en el aire que exhalas. De regreso. Un boleto de vuelta y fin de la historia. Atrás queda todo. Otra vez a empezar de nuevo, los días se vuelven meses y años, el tiempo no se detiene porque no se ha detenido nunca. En medio de eso estás tú, estoy yo, estamos todos tratando de ser algo en un instante que nunca podrá ser infinito.

IX

En un movimiento inesperado, la mujer deja caer los papeles que tiene en las manos. Las hojas sueltas se escurren por el piso. Por el acto reflejo de mi ansiedad, me apresuro a recogerlos. Mientras los reúno torpemente, logro leer las primeras líneas de aquello que parece un relato. Me quedo petrificado, sin saber qué hacer, perdido en aquellas letras que por fin es posible que lea. La mujer me arrebata las hojas sin agradecimiento, con clara molestia por la invasión a su privacidad. Yo regreso a mi sitio tratando de no pensar, de no entender lo evidente. Cuando yo hable, me llenarás de preguntas que contestaré como pueda. Cómo podría decir algo de un pasado que no tengo y que en el momento en que tú pides una respuesta estoy inventando. Diré que fui, que hice, no importa. Las palabras saldrán de mi boca dictadas por alguien más. Me enteraré, al mismo tiempo que tú, de cosas que no sé si habrán sucedido, de una vida desconocida igual a la tuya, imaginaré que es de otro de quien hablo porque nada recuerdo. Con sólo decirlas les conferiré una realidad de la que serán parte. Podré hablar de una mujer y de un hijo y cuando lo haga tendré la certeza de que existen en algún sitio, más allá de ti o de mí, más allá de este muro o este cristal, esperándome en algún sitio. Esperándome. Qué farsa. Me siento estúpido. Cómo puede estar pasando todo esto. Es una locura, no tiene sentido. Rezaré una letanía de historias falsas y es absurdo porque si no es de mi vida de la que hablo quién pone las palabras en mí, quién me hace repetirlas.

X

Ahí estás. Tu cabeza es un laberinto de ideas confusas, no sabes qué hacer, hacia dónde mirar, a dónde dirigirte. Te asaltan antiguos miedos, te regresan dudas del pasado. Otra vez te sientes sola, abandonada, olvidada, perseguida y ya no tienes ánimos de seguir huyendo. Por indiferencia, más que por ganas, decides enfrentar aquello que te persigue, a ese extraño monstruo que te encuentra no importa dónde estés, a ese inmisericorde lastre que has arrastrado durante tanto tiempo, a ese fuego que te consume las entrañas. Le haces frente, lo retas, te atreves a salir del escondite. Te plantas frente a esa ventana de cristal y te miras a ti misma. El espejo muestra aquello que nadie ve porque tampoco tú te atrevías a mirarlo. Has roto el muro que te dividía de ti misma, decides ser tú o la otra o ambas. Esa otra ha permanecido escondida durante tantos años que ahora es inevitable que salga a la luz, que se siente en tu mesa, que camine por la calle, que hable, que decida. Estás desnuda. Te recorres con los ojos y te miras. Levantas un brazo y delineas la silueta de cristal. Ella hace lo mismo contigo. Sus manos se juntan y hacen un puente, son una, ambas reales, vivas, tangibles.

XI

¿Qué es más lícito decir: tus pecados te son perdonados o levántate, toma tu camilla y vete a tu casa? Y dirigiéndose al paralítico le ordenó: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. El hombre se levantó y salió caminando entre la gente.

XII

Tomas el regalo que acaban de traerte. De un tajo tus pueriles ansias destrozan la envoltura y descubres el rompecabezas que contiene. Subes corriendo a tu habitación, abres la caja, miras los pequeños trocitos de cartón que al juntarlos han de formar la imagen retratada en el empaque. Son tantas y tan pequeñas que no sabes por dónde empezar. Decides buscar primero los fragmentos que formen las orillas, es fácil, sólo hay que encontrar los que tengan un lado recto, revisas un poco y los seleccionas. Cuando crees haber encontrado todos te sientas en el piso con las piernas entrelazadas y tratas de ajustar una figura con otra.

Has pasado toda la tarde armando el contorno. Ahora hay que empezar a formar la parte más difícil, pero estás cansada y decides dejarlo para el día siguiente. Prefieres mirar el televisor o jugar con tus muñecas, la primera emoción ha pasado y con ella la novedad del juego. Mañana volverás a intentarlo. Logras juntar algunas partes aisladas, identificar nuevas. Las agrupas, las distingues por la semejanza en los colores, a veces consigues unir alguna por coincidencia, otras, tardas largos minutos en encontrar el lugar que le corresponde a cada uno de esos pedacitos de cartón de curvas redondeadas. Tu paciencia se termina, cada vez es más embarazoso encontrarle sitio a ésta o a aquella, todas son tan parecidas que podrían coincidir en cualquier lado y te desespera saber que no es así, que sólo hay un lugar para cada una. A veces estás a punto de llorar; cuando descubres que te miran tragas saliva y lo evitas a toda costa. Avientas las piezas, refunfuñas, pierdes alguna que ya tenía sitio, te enojas más, te jalas el cabello, tratas de concentrarte pero tu desesperación lo impide. Unos días después desistes por completo. Lo que ya estaba armado —toda la parte derecha— regresa a la caja de donde salió, otra vez en piezas inconexas y sin forma que quedaran guardadas en el armario como tantas otras cosas. Un día volverás a encontrarlas y las regalarás a algún niño de la misma edad que tú tenías entonces.

XIII

La hora de irse ha llegado. Ahora sé de qué se trata todo esto y, aunque aún no lo comprendo, es tan absurdo como cierto. Siento rabia, desesperación y miedo. ¿Fue Él quien ha decidido que yo lo descubriera; Él mismo quien ha provocado toda esta confusión para que su historia, no la mía, tuviera sentido; quien me hace sentir esta rabia y esta impotencia de no poder ir a ningún lado si no es Él quien me lo dicta; o soy yo que en contra de sus leyes, sus designios y su voluntad he podido descubrirlo todo de algún modo y tener una miserable autonomía más allá de sus propias leyes? Da la última fumada al cigarrillo y aprietas la colilla contra el fondo del cenicero. Con un movimiento de mano pide a la mesera que traiga la cuenta. A medio sorbo de café, quedo petrificado. Quisiera decirle algo que alargue éste momento, clavarla en la silla que está a punto de abandonar, incluso revelarle lo que imagino que sucederá conmigo cuando se vaya, lo que sea con tal de que se quede. No puedo. Mis labios permanecen al borde de la taza, siento como el líquido cruza por mi boca, caliente, quemándome la lengua. El pulso me tiembla, sé que no podré detenerla, que se irá sin reparar en mí. La veré salir de este lugar y el corazón me late en las sienes y el aire sale-entra por mi nariz, sudor frío, y siento todo esto al mismo tiempo y bebo el café hasta ver el fondo de la taza y sé que será la última vez, la última.

Recibe la nota con un “vuelva pronto”, saca unas cuantas monedas que pone sobre la mesa y con prisa comienza a guardar sus cosas. Mete al bolso los cigarros, el encendedor, da un último sorbo al café y yo veo que todo eso pasa lentamente. Lanza una mirada a todos, a nadie, y al fin, como la postrera acción para cerrar la escena, dobla por la mitad las hojas que leía y las mete a la bolsa junto a todo lo demás. Alcanzo a verla levantándose del asiento y regalarme una falsa sonrisa de despedida. Por un instante, me asalta la idea de irme tras de ella, de mentirle que yo he escrito eso que leía y seducirla, pero se va sin que tú hayas llegado y la veo alejarse entre las mesas sin haber conocido el final. Se acabó la historia, se acaba también la mía y un horror, más parecido a la desesperanza, es la última sensación que siento o que me hace sentir Aquél que nos escribe cuando vuelvo a recordar las palabras que he leído en aquellas hojas y cuyo principio me han hecho adivinar el resto de la historia, una historia que no sé si habla acerca de ti, acerca de mí o sólo acerca de él mismo. Desde dentro, recito otra vez mis pensamientos, es decir, los suyos, y giro otra vez en el eterno círculo de la causa: Afuera llueve y yo consigo llegar antes de mojarme, casi sin mirar los tres búhos que anuncian el nombre del lugar y la parodia irónica de mi insomnio. Donde siempre, donde siempre, aunque no sepa desde cuándo es siempre o cuando dejo de serlo.

XIV

Termino la historia, la reviso, hago correcciones. Cuando la creo lista, la imprimo y la llevo a mi editor. Él la hojea displicente y al final me la bota de regreso.

Esto no sirve. Desde hace meses trae usted pura basura. Es el mismo argumento del trabajo anterior y del anterior a ése. Es un bueno para nada. Primero en un parque, luego en un callejón y ahora en un café, y para colmo el mismo de siempre. ¿Qué, no tiene imaginación? Sus personajes son parcos, sin vida, sin matices. Su historia está trillada. No conforme con eso, le ha dado por redundar la misma frase en todo el texto. Si no es capaz, dígalo y dedíquese a otra cosa. Hay bastantes que quisieran su puesto en esta editorial —yo sólo deseo salir de ahí, pero el hombre no para de hablar y recriminarme—. Todos ustedes son iguales. Primero llegan aquí creyéndose merecedores del premio nobel por su linda cara y no son más que una sarta de escritorcillos fracasados que, después de dos o tres cuentos medianamente buenos, se les termina la creatividad para siempre. No, aquí no es beneficencia. O me trae algo que sirva o lo liquido.

RecRecojo las cuartillas, las enrollo y salgo sin decir nada. Camino hacia el cuarto donde vivo desde hace meses. Cualquier día de éstos me desalojan; no logro hacer un relato que funcione. Miro las hojas que traigo en la mano y las lanzo a un bote de basura que encuentro en el camino. Tal vez, en una casualidad inverosímil, pases por aquí, las rescates entre los escombros y te atrevas a leerlas.

X La imagen del rompecabezas

El El cuadro está dividido en dos partes: a la derecha, una mujer sentada en un sillón recargada en el respaldo, entre sus manos tiene una taza con un líquido que humea. Su mirada parece extraviada en lo que observa a través de una ventana. La imagen es de color sepia. A la izquierda, se puede ver lo que hay del otro lado del cristal: un jardín inmenso rodeado de césped brillante y árboles frondosos. Al fondo, el Partenón, levantándose majestuoso con sus altas columnas tocando el azul intenso del cielo.

La salvación inmóvil

La noche ha caído. Es otoño y es octubre. Afuera, las hojas se desprenden de los árboles porque es su tiempo. Adentro, un exiguo arroyo que se derrama por la escalera me conduce cuesta arriba hacia el cuarto de baño. Mi mano diestra gira el picaporte, la otra sostiene la pared del umbral como si fuera a derrumbarse. Mis piernas, pesadas como rocas, no consiguen dar el paso que intentan. Una súplica agonizante me llega antes que la visión de sus miembros flácidos hundiéndose en aquel líquido turbio. Delgados ríos escarlata resbalan de las muñecas colgantes. La tina donde se va hundiendo ha comenzado a teñirse. Con la mirada me repite una frase que ya no puede escapar de su garganta. El agua se oscurece, corre por el piso, rodea a la estatua en la que me he convertido y sigue su curso. No se detiene, no sabe detenerse. Dentro de aquella bañera la vida se transfigura en su contraria con pasmosa lentitud. Mis músculos no se mueven, mi mano sigue adherida al picaporte, mis pies se niegan a ir más allá de donde están clavados. Todo en mí ha comprendido la necesidad de salvarla. Ella intenta mover los labios y consigue un gesto que no logra ser sonrisa. Una lágrima, real o imaginada por mi mente absorta, amenaza con escurrir por las mejillas sin conseguirlo. Luego, no me mira más, sus pupilas siguen fijas en mí pero ya no pueden verme. Un ruido sordo me saca del trance cuando algo cae al fondo escapando de sus dedos. El agua ha dejado de ser cristalina por completo.

Es hasta entonces que me arrojo a ella. Mis rodillas chocan contra el piso. De hinojos, postrado ante el cuerpo inerte, lloro como un idiota. Mis gritos de loco hacen eco en los muros convertidos en cámara mortuoria. El cadáver desnudo, aún caliente, se deja convulsionar sin resistencia por mis manos que se han vuelto garras. Al fin he conseguido moverme.

Hoy, un hoy que es el mismo de entonces, no hay viento, aun así continúan cayéndose las hojas. Es una noche de botellas de ron vacías. Las imágenes bailan en mi memoria una danza de recuerdos ebrios, confusos. Mis dedos repiten el ritual de no despegarse del vaso de hielos derretidos al imaginar un intento de sonrisa que se dibuja entre las sombras. Un fulgor como de ojos se apaga en la chimenea de cenizas humeantes y una voz que no suplica, sino que ordena, emerge de las paredes de la habitación obligándome a ser otra vez el mudo testigo de una escena que no soy capaz de comprender. Aquí sigue siendo octubre, al otro lado de la ventana ya es noviembre. Todavía es otoño.

martes, 8 de julio de 2008

Ciudades

Esta ciudad no me ha dado una respuesta. No sé si esa otra ha de dármela. ¿Será cómplice, indiferente, traicionera? Auguro desde ya la conclusión del caso.

Al dar la vuelta en la esquina, me lo encontré de frente. Yo lo conocía, él a mi no. Sospeché hacia dónde se dirigía por la ruta que llevaba. Dejé que pasara un poco de largo, luego giré sobre mis paso y a prudente distancia lo seguí. Sus largas zancadas me hacían ir más rápido de lo habitual y aceleré el paso sin que fuera necesario puesto que sabía el lugar de destino. Obligado por el rojo de un semáforo, tuve que detenerme en otra esquina a esperar que una larga fila de coches terminara de pasar y la ventaja se hizo mayor todavía. Cuando por fin logré cruzar la calle, apenas logré ver cómo doblaba a la izquierda. Al llegar a aquel punto, ya no me fue posible encontrarlo por ningún lado y me desesperé de no verlo, a pesar de conocer el camino de memoria. Tan velozmente como me era posible, caminaba casi corriendo para darle alcance. Entre el sofoco de la prisa y la incertidumbre, di varios empellones distraídos a cualquiera que en mi camino se atrevió a cruzarse y no me importó en absoluto; seguía mi persecución atropellada tras de aquel hombre, que ignorando que alguien le seguía, se había perdido entre el laberinto de unas calles ruidosamente urbanas.  La tarde comenzaba a caer y lo que antes había sido nítidas imágenes se iba convirtiendo en inexactas sombras. Al fin, pude llegar al punto de la reunión. Ya no estaba. O acaso había tomado por otro camino y en mi prisa de alcanzarlo lo había rebasado en algún punto. Esperé. La tardé acabó volviéndose noche por completo. Nada. Tal vez no era ese el lugar, tal vez se habían ido antes de que yo llegara, tal vez me había confundido de día, de sitio, de persona. Mierda, mierda, mierda. Y ultimádamente, haber perdido a Oliveira y a su pendejo club me importaba un carajo pero, ¿encontraría a la Maga?

La esperanza la fui extraviando al paso de las horas, al paso de los días, al paso de los años que implacables me fueron separando de la posibilidad y de las ganas de conseguirlo.

La noticia la recibí sin sobresaltos, como la confirmación de algo que no es inesperado. Ni siquiera los horribles detalles contados de prisa fueron capaces de sorprenderme. Habían pasado ya varios días y era hasta ahora que alguien me lo decía después de enterarse tarde también. La historia completa la supe en una reunión, la siguiente semana. Alguno lo fue a buscar a su casa, nadie abrió la puerta y se fue. Luego preguntaron los del periódico, pero todos sabían de sus desapariciones y nadie le dio importancia. Así pasó una semana hasta que Andrea volvió de un viaje a no sé dónde. Esa misma noche fue a buscarlo; como antes, nadie respondió. Alguien le ayudó a forzar la cerradura y el aire reivindicó la sospecha. El otro dudó; ella se lanzó desesperada por la escalera y llegó al cuarto que tenía la puerta abierta. Cosas y papeles estaban regados por el piso como después de una lucha que nadie había ganado. Sobre la cama, descomponiéndose más y más cada segundo, el cuerpo inerte de Alejandro desprendía todos sus hedores. El vomito con sangre coagulada se secaba al borde de la cama. Sin pensar en aquellos miembros putrefactos, ella se lanzó llorando sobre él, fuera de sí, hasta que el otro que venía detrás la separó como pudo. Sin fuerzas trataba de volver a alcanzar aquel cuerpo que ya no era de nadie, acaso de las moscas que rondaban zumbando la habitación y del gato que ronroneaba lamiéndole los pies. Transcurrió mucho tiempo antes que Andrea lograra controlarse. Cuando sólo lloraba, sin quitar los ojos que aquella masa execrable, en silencio, sentada en el piso y recargada en la pared, el otro fue a hacer las llamadas pertinentes. Hasta los tipos de la funeraria dudaron para envolverlo en una sábana. No hubo sepelio ni misas en las que ninguno creía ni nada. La cremación fue ese mismo día. A pesar de estar presente su exmujer y sus hijas, Andrea fue quien recibió las condolencias como la viuda verdadera. Ella sola era quien lloraba, nadie más. Al paso de los días, los amigos hicimos reuniones póstumas y homenajes repletos de gente que se sumaron a un reconocimiento que no sé si valía algo para entonces. Había entre todo aquello, un muerto, una viuda, un huérfano y creo que nada más.

martes, 1 de julio de 2008

Una mujer me miró desde lejos y me fui perdiendo, perdiendo. Lo único que recuerdo son sus ojos negros y sus manos largas. Me llevó a su casa y me hizo dormir con ella. Me dio de comer y dejó que me bañara durante más de una hora. Del marido, me dio ropa vieja que me quedaba grande. Me hizo dormir con ella de nuevo y luego me corrió de su casa. Los niños jugaban en la calle y el balón rodó hasta mis pies. Uno de ellos fue por la pelota sin darse cuenta de mi presencia y mandó un centro que casi se le escapa al portero de las manos. Era la primera vez desde hacía mucho que me sentía limpio y sin hambre de ningún tipo. Con un billete que le había robado a la mujer sin que lo notara, compré un cuaderno de dibujo y un lápiz. Me senté en una entrecalle y comencé a dibujar la esquina contraria sin demasiado esmero. En pocos minutos había terminado y lo puse en venta sobre el piso. Lo compró una mujer en la primera cifra que se me ocurrió y ese se volvió el precio de los siguientes. Luego hice mi primer retrato para una chica que el novio pagó con generosidad. Al día siguiente regresó con una diferente para la misma cosa. Así me volví dibujante de retratos de mujeres que hacía parecer menos feas de lo que en realidad eran. A las de cara redonda les estilizaba los pómulos, a las demasiado delgadas les sombreaba la sonrisa. En poco tiempo conseguí rentar un pequeño cuarto y pagarme un refrigerador usado que me enseñó a guardar comida suficiente. Ya no fue necesario salir a las esquinas, la gente llegaba a buscarme ahí mismo. Así que sólo salía cuando se acaba la despensa o a comprar cigarros en la tienda de enfrente. Convencí al tendero que él mismo me comprara las cosas para dibujar por un cargo extra. Dormía en una colchoneta que tendía y destendía cada día porque ahí mismo era recámara y estudio a la vez. Algunas veces lograba la compañía de alguna chica que se enamoraba de su retrato y lo confundía con simpatía hacia mí. Ninguna regresó dos veces. No importaba. Además del dueño de la tienda que me saludaba y el casero, no tenía amigos. Cuando bebía lo hacía ahí mismo, a solas. Una noche de recuerdos, me dieron ganas de llorar y no fue posible. Al día siguiente dormí hasta tarde y aunque oí que tocaban a mi puerta no la abrí, esperé sin moverme hasta que se fueron. Ese día por fin decidí caminar más lejos que a la esquina. Redescubrí calles olvidadas de tanto no verlas, me sorprendió la lluvia cuando ya iba de regreso y noté los agujeros de mis zapatos cuando el agua se metió debajo de ellos. Sin saber cómo, pasé por una calle por la que sólo había pasado una vez antes en toda mi vida y otra vez me atacaron los recuerdos al ver aquella casa abandonada con un balcón a punto de caerse. Me quedé parado enfrente largo tiempo. Escudriñando con los ojos cada detalle e imaginando el interior que sospeché aun en peores condiciones que la fachada. Quise llorar de nuevo al comprender la magnitud de la soledad mía y otra vez no pude; se me habían acabado las lágrimas para siempre.
No tuve tiempo de protestar; de todos modos no ofrecí resistencia. Se llevó los dos billetes que llevaba en el bolsillo, la mochila y lo oí correr en la calle desierta. No podía moverme; tampoco hice el intento. Sentía un dolor intenso y el calor que precede a la inflamación en la cara, en los brazos, en el vientre. Escuché a una rata chillar y correr muy cerca. Me fui quedando dormido poco a poco en el piso, con el rostro en las rodillas y las manos entre ellas. Al despertar ya comenzaba a amanecer y el dolor en cada pedazo de mi cuerpo era aún más grande. Traté de levantarme. Me fui arrastrando hasta la pared para ayudarme con las manos. Cuando al fin estuve en pie, avancé sosteniéndome con una mano de aquel muro y con la otra el vientre que me dolía insoportable. Al salir del callejón, la poca gente que caminaba a esas horas iba de prisa y al verme se apartaba de mí. Algunos cruzaban la acera sin dejar de mirarme, unos con miedo, todos con lástima. Me quedé recargado en la esquina sin saber hacia dónde dirigirme, no podía llegar muy lejos. Por fortuna ya no era necesario sostenerme con las manos así que pude avanzar un poco hasta encontrar lugar para sentarme en un parque cercano. Me toqué la cara y era una masa que no se parecía en nada a lo que mis dedos recordaban y pude notar los restos de sangre seca que había escurrido de algún lado. Hasta entonces fui consciente del terrible dolor a la altura de la nuca que se sumaba al resto de sensaciones tormentosas. Me recosté acomodando la cabeza lo mejor que pude para evitar la zona de dolor y me volví a quedar dormido. Abrí los ojos y lo primero que vi fue a un grupo de niños que me miraban con espanta curiosidad. Salieron corriendo y gritando al ver que me movía. Desde lejos, escuché la voz de una mujer que les ordenaba alejarse de mí. El lugar estaba repleto de viejos con perros y niños. No quería levantarme y no sabía si era posible pero la vergüenza fue mayor que el resto. Como pude me puse en pie y comencé a andar hacia donde la inercia me llevó. Sentía demasiado dolor y tenía hambre. Me acordé que ya no tenía dinero. Caminé el resto del día tratando de alejarme del centro de la ciudad y durmiendo cada tanto en el mejor lugar que podía. En una de esas veces, un policía me despertó con bruscos piquetes de macana y tuve que seguir caminando mientras él me veía alejar. Al pasar por una tienda de frutas al aire libre, fui capaz de robarme una manzana sin que nadie lo notara y, al dar la vuelta en la esquina, la devoré en un minuto. En lugar de reducirse, el hambre aumentó todavía más y un largo ruido desde dentro del estómago me reclamó sin piedad alguna. Entrada la noche, encontré una montaña de periódico y con ellos me hice una cama y una sábana que crujían con cada movimiento. No oí llegar a los chicos que nunca supe si trataron de moverme. La mañana siguiente me despertó la fuerte tos de uno de ellos. Me dieron de comer pollo podrido que devoré sin reclamos. Aprendí a ganarme la vida limpiando parabrisas y robando comida de las tiendas. Fui incapaz de aprender a hacer malabares. Lo que ganábamos se iba en comprar aguardiente o perdido en las apuestas con otros. La vida iba pasando sin más. Se hacía día, luego tarde, luego noche y nadie se preguntaba que era todo aquello de despertarse sin saber bien a bien para qué. A veces no trabajábamos e íbamos a reunirnos con otros que siempre encontraban forma de divertirse antes que el aguardiente hiciera efecto y todo terminara en pelea. Pasaron días, no sé cuantos, semanas o meses. La única conciencia del tiempo eran las fechas de los periódicos que nunca sabía que tan viejos eran. Las únicas medidas válidas eran día o noche, verbos en pasado y mañana o luego. A veces me enteraba de la fecha exacta pero se me olvidaba a los pocos días y era difícil volver a enterarme. Y sin embargo nos despertábamos todos los días, imagino que a la misma hora, buscábamos de comer y después íbamos a lo de los coches. Ellos a veces pedían dinero en la calle; yo nunca pude hacerlo, primero por vergüenza, después porque a mí nunca me daban nada, me veían demasiado grande y fuerte para no tener necesidad de hacer aquello. Un día de tantos, alguien pareció reconocerme; yo me hice el desentendido aunque me ruboricé sin remedio. Terminé de limpiar el cristal y extendí la mano mirando al piso. Se fue y entonces fue la primera vez que volví a preguntarme la razón de haber terminado en esa circunstancia. Sentí nostalgia de mi vida de antes y me sentí verdaderamente miserable, hecho un guiñapo. La sensación no me abandonó a partir de ese momento. Comprendí que no pertenecía a nada de todo eso y que era en vano seguir engañándome a mí mismo. Días después pasó lo de Sidral y ya no regresé con los otros. Me fui caminando, caminando, caminando sin saber otra vez a dónde.