lunes, 17 de noviembre de 2008

Los rastros de una vida se van perdiendo al paso de los años. Sin testigos de los hechos no hay nadie que pueda verificarlos. Las historias que ella me contó después, jamás pude saber si eran verdaderas. Me contó de una anciana que la encontró una noche en que llovía y la llevó a su casa. Aquella noche fue la mejor comida de su vida. Hubo pan, carne, café (sin leche), incluso fruta a pesar de que a esas horas no era el mejor momento para comerla. La anciana preguntó por el nombre de sus padres que ella para entonces ya no recordaba. Le habló de los días en aquel sitio y cómo había huido después. Cómo había deambulado por las calles desconocidas y cómo había encontrado muchos que, igual que ella, vagaban por las calles en la complicidad del hambre hurgando entre los basureros, inventando oficios deplorables para conseguir comida, dinero, drogas. Le habló de los primeros amigos que fueron desapareciendo uno a uno, unos muriéndose de algo, otros desapareciendo solamente sin que nadie volviera a saber de ellos jamás. Le habló del viejo suéter roído que aún sobrevivía, de la casa de sus padres. Su voz fue tímida primero, pero al paso de la confianza, se volvió más viva, con la alegre estridencia infantil hace tanto tiempo olvidada y acaso el brillo de la imaginación retornó a sus ojos cuando entre risas le contaba como corrían por las calles persiguiéndose unos a otros, sin reparar en la gente que parecía siempre tener prisa por llegar a alguna parte, sin tener mucho cuidado con las largas filas de autos que nunca respetaban la luz roja. Eran días en que el tiempo no era tiempo, o no era tiempo de horas. Era tiempo de días y de noches, de despertar y dormir. De despertar para correr y buscar comida, de dormir cuando el pequeño cuerpo no daba más. Alguien le había enseñado a robar carteras, era la cosa más fácil del mundo. Andaba por la calle y estiraba la mano pidiendo unas monedas, si la moneda llegaba, el donador quedaba perdonado, pero si no, entonces había consecuencias en aquellos que miraban con asco y se seguían. Ella insistía pegándose muy cerca de la gente que trataba de evitar la mugre de su ropa y entre esos movimientos lograba sin demasiados problemas tener en su mano, después de pocos segundos, el pedazo de piel doblado que escondía un par de billetes. También decidió coleccionar los plásticos de colores que le gustaban mucho. Sólo los desechaba cuando se repetían. Tenía plásticos azules (sobre todo azules), grises, rojos, incluso amarillos. Su mayor tesoro fue aquel plástico verde que nunca se volvió a repetir. Todos se habían perdido la noche en que llegaron los del otro barrio a molestar. Les quitaron todo. A ella sus plásticos de colores (menos el verde que había escondido bajo unos periódicos cuando los vio venir) y la ropa. Y no porque su ropa valiera algo (tampoco los plásticos de colores), sino porque después le ponían las manos por todos lados mientras ella trataba de defenderse a arañazos y mordidas hasta que ellos la sometieron a golpes y luego vino lo demás que ya no pudo contar porque se deshizo en llanto y la vieja tuvo que ir a abrazarla para darle un poco de consuelo por un llanto que no permitía las palabras. Se acurrucó en el pecho de la anciana como si aquella fuera su madre y, cuando el llanto fue pasando, comenzó a quedarse dormida. Despertó en una cama enorme y vieja. Se asustó. Se levantó de prisa y corrió hacia la puerta de aquel cuarto desconocido. Bajó aprisa una escalera que tronaba a cada paso. Al final, cuando casi alcanzaba la salida vio a la mujer bebiendo una taza de café. La carrera se terminó de pronto y no supo qué hacer, sentía vergüenza, pero no lo sabía y tampoco sabía por qué. Hay comida en la cocina, dijo la anciana tranquilamente, como si no se hubiera dado cuenta que ella trataba de huir y le dio la espalda caminando hacia aquel sitio. Ella la siguió con pequeños pasos, todavía asustada, todavía con vergüenza. En la pequeña mesa redonda, había huevos cocidos en un plato y una delgada tira de carne tostada, había jugo de naranja que sabía diferente a las que había probado antes, manzanas, un plato hondo lleno de leche donde nadaban muchos pequeños trozos de alguna cosa extraña y una taza de café humeante. La mujer se sentó al otro lado concentrada sólo en la taza que tenía enfrente. Ella se detuvo enfrente de los platos. Tomó la manzana y le dio una pequeña mordida, luego otra más grande y continuó hasta que sólo quedaba el tronco que dejó sobre el mantel. Sin pensarlo se sentó y se bebió de un trago el vaso de jugo y comió como pudo el plato de huevos cocidos y la delgada tira de carne. Luego miró el plato de leche, pero no le hizo caso. Finalmente se bebió el café en pequeños sorbos después de quemarse en el primer intento. No te gusta el cereal, preguntó la anciana con curiosidad. El nombre era nuevo pero ella supo a qué se refería y movió la cabeza negando sin levantar los ojos. La mujer estiró las manos para tomar el plato y lo vació en un pequeño recipiente que había en el piso y luego empezó a hacer ruidos extraños como para llamar a alguien. Un pequeño gato salió de no se sabe dónde y fue directo al pequeño plato bebiendo con avidez la leche hasta que al fondo sólo quedó la sopa de cereales que el gato no tocó. Ella no sabía qué hacer y no se le ocurría nada qué decir. Tenía la mirada fija en las acciones del gato y las manos entre las piernas juntas. Cuando el gato terminó, se estiró arqueando toda la espalda, ayudado con las patas delanteras y luego se fue lentamente por donde había venido. La anciana volvió a mirarla. Ella no levantaba la vista pero sintió como la miraban y se sumió más en el asiento sin despegar los ojos del plato que el gato había bebido. Puedes quedarte, fue todo lo que oyó. Luego, la mujer comenzó a recoger los platos y a ponerlos en el fregadero. Ella la siguió con la mirada. Si tienes hambre hay más comida ahí, y señaló el refrigerador, Yo tengo que salir un momento, si tienes sueño puedes dormir en la cama donde has dormido anoche, sabes, fue difícil subirte hasta allá, ya eres una niña grande, y le sonrió mientras le acariciaba el cabello. Ella se asustó y se encogió un poco más, girando la cabeza hacia el otro lado. La mujer terminó la caricia y luego se alejó con pasos tan silenciosos como los del gato. Un pequeño ruido anunció que la mujer había salido de la casa. Aún dejó pasar un poco de tiempo antes de atreverse a salir de la cocina. Fue mirando al fin la casa los muebles, con la cautela de alguien que se piensa observado. Miró retratos colgados en las paredes, muebles enormes y viejos, paredes de un color antiguo. Levantó figuras de porcelana que en fila se formaban sobre una mesita y tocó la suave textura de la superficie. Vio una puerta y fue hacia ella, girando el picaporte la abrió. Nunca había visto algo parecido. En aquel cuarto, alrededor de las paredes había filas y filas de libros formados por tamaños, por colores. Se acercó y con un dedo fue acariciando el lomo de todos los de una hilera hasta dar toda la vuelta al cuarto, luego hizo lo mismo de regreso en la hilera de arriba. Al fin se atrevió a tomar uno con miedo que al sacarlo de su sitio los demás se cayeran unos sobre otros. No pasó nada, los otros se quedaron en su sitio. Era un libro gordo, de muchas hojas. Lo abrió al azar y se encontró con las millones de manchas negras que bailaban ante sus ojos. Había aprendido a leer hacía tiempo, pero lo hacía con lentitud. La ca-sa es-ta-ba va-cí-a, leyó. Luego, To-qué tres ve-ces, na-die res-pon- dió. No miró ninguno más, cerró el pequeño espacio que había quedado con los libros de los lados, eran tantos que nadie se daría cuenta. Salió de aquel cuarto y cerró con cuidado como si fueran necesarias las precauciones. Después, con el libro bajo el brazo fue a la siguiente puerta y encontró un baño. Un baño y un espejo. Se miró, se miró y no sabía que era ella, lo sabía, pero no se reconoció. Antes se había visto en los cristales de las ventanas y los aparadores de las tiendas pero entonces había sido parte de todos los demás reflejos y no prestó importancia a su propia imagen. Ahora ella era el centro de todo el reflejo. Veía su cara sucia, su cabello enmarañado, sus labios despellejados. Veía su cuello flaco, su dedo índice dibujando la silueta en aquel muro de cristal, veía su suéter hecho pedazos de tan viejo. Primero tocó el cristal, luego así misma. Se acarició las cejas, las mejillas, los labios. Estaba sorprendida de mirarse, de reconocerse, de encontrarse. Colocó el libro sobre el lavabo para poderse tocar con ambas manos y así pasó largo rato, descubriéndose los lunares y el color de los ojos. Cuando al fin salió del trance, tomó el libro de nuevo entre las manos y lo acarició también. Se miró por última vez y cerró con cuidado del mismo modo que había hecho antes, como si dentro alguien pudiera despertarse. Sin detenerse en más, buscó la salida y se fue de la casa. Cuando la mujer volvió, la casa estaba vacía. Subió al cuarto donde imaginó que ella dormía, tocó tres veces, nadie respondió.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Dolores

Me duele la cabeza desde hace meses. Dicen los doctores que el dolor sólo es el síntoma. Que aquello es la revelación del verdadero problema.

Tengo también otro dolor, pero de éste no encuentro el lugar exacto.

Eufemismo

Estoy tratando de escribir algo privado que parezca público. Estoy tratando de contar alguna cosa que no parezca dirigido a alguien en particular. Un eufemismo, en suma. Como el inteligente lector habrá notado, nunca lo consigo, a pesar de que intento siempre "cambiar las circunstancias, la hora, el lugar y uno o dos nombres propios".

martes, 11 de noviembre de 2008