domingo, 13 de julio de 2008

El eterno círculo del instante infinito

“He soñado una fuga

Un para siempre suspirando en la escala de una proa…

A lo largo de un muelle

Y a lo largo de un cuello que se ahoga.”

Cesar Vallejo.

I

Afuera llueve y yo consigo llegar antes de mojarme, casi sin mirar los tres búhos que anuncian el nombre del lugar y la parodia irónica de mi insomnio. Donde siempre, donde siempre, aunque no sepa desde cuándo es siempre o cuando dejo de serlo. La gente corre en la calle intentando escapar de la lluvia. Los miro a través del cristal de la ventana, que está cerca de la mesa que he escogido para esperarte, mientras lucho con el tabaco de mi cigarro sin filtro para que no se me pegue en los labios. Con el pretexto de la lluvia que te ha detenido en algún lado, pienso que te espero infructuosamente. Me desespero. Me siento incómodo en este lugar que me parece una realidad extraña de voces que no comprendo, de discusiones triviales y lejanas que hacen que mi inquietud aumente. En la mesa de junto, una mujer lee un montón de hojas amarillentas de humedad y de abandono en las que sólo alcanzo a distinguir un montón de pequeñas manchas negras irreconocibles a la distancia. Para disimular mi ansiedad, remuevo el café que he pedido y me quedo hipnotizado por el líquido girante. Al levantar los ojos, veo otra vez ese cristal enorme que está ante mí, pulido tantas veces para fingir una pureza que nunca tendrá al reflejarme, al repetir una silueta que se confunde con las figuras del otro lado, como un espectro proyectado hacia un plano de dos dimensiones, sin volumen. Frente a él soy una imagen que se esfuma cuando la luz se apaga o cuando cierro los ojos o cuando me muevo de sitio. La mujer cambia de página y fuma. Nunca sabré su nombre o su historia, está ahí a causa de un azar desconocido, cuando tú aparezcas lo demás no va a importarme porque reconoceré la voz que me dijo nos vemos donde siempre en una mañana aún sin lluvia, la misma u otra de la que no sé nada, y y no estoy seguro si algo sé de mí, pero sospecho que ya no soy el mismo.

II

El sol se cuela entre las cortinas despertándote de un sueño que no recuerdas y te metes como autómata a la ducha. Las gotas caen sobre tu cuerpo y escurre por tu cabello largo que es un canal de agua bajando hasta tus pies entre los pezones erectos y los muslos húmedos. Las manos se convierten en caricia que recorren el contorno de la piel, los huesos reviven la carne, el corazón latiendo que te convierte en ánima que respira y que es al mismo tiempo un ser y una quimera. Luego, tus pasos avanzan en la acera de una calle desconocida, tus oídos captan un lenguaje distinto del tuyo. La fascinación de lo extraño te llena al recorrer esa nueva realidad que se presenta frente a ti en forma de edificios, de calles, de ciudades, sin la consciencia de que estos muros han estado aquí siempre, hasta hoy separados de tus ojos por un mar inmenso en un horizonte intocable para una mujer solitaria, que se rebela para mirar las columnas de este templo idólatra que es la casa de dioses derrocados por el tuyo, elevándose hacia el cielo. Miras aquello queriendo ser parte de ese mundo al que no perteneces, pequeño ser ante un palacio cuya sombra proyectada sobre el piso lo hace parecer inmenso e indestructible. La escena te envuelve deseando que la imagen se instale en tu memoria y se quede ahí, para siempre.

III

Una zarza en medio del desierto. Una voz que sale entre las llamas para ordenar: Quítate las sandalias porque el lugar que pisas es sagrado. No tendrás otros dioses delante de Mí. Amarás a Tu Dios sobre todas las cosas y a Él sólo servirás. No vayas. No voltees atrás, salitre, estatua. No preguntes. Acepta. Honra a tu padre y a tu madre. Detente. No mires hacia arriba. Cúbrete el cuello, los senos, las piernas. No desees. No hagas caso a las exigencias de tu cuerpo. Detén el líquido que escurre de entre los muslos. No te entregues. No tengas amores ilícitos fuera del matrimonio. No desees al hombre de tu hermana. No codicies. Acepta. No rompas las reglas. No robes. No mates. No cometas adulterio. No te entregues nunca a los placeres de la carne. Lava tus culpas. Arrepiéntete. Has penitencia. Flagélate. Sacrifícate. No abras los ojos. No olvides la moral. Respeta las buenas costumbres.

IV

Un viejo abrazo de otros tiempos. Te sentiré cerca. Tu cabello húmedo me mojará la cara y el aroma de un perfume que he olvidado me llegará con el aire cuando tu cuerpo acorralado por mis brazos esté junto al mío. A pesar de tu cercanía, hay un espacio que no nos junta nunca porque algo más allá de nosotros mismos impide que nos acerquemos creando entre los dos una distancia inexplicable que te separa de mí. Musitas algo que no logro comprender. Del mismo modo, mi voz sale de algún lugar vacío. Cuánto tiempo. Pareces no escucharme y te sientas, sacando nerviosa un cigarrillo de tu bolso sin saber qué decir, como si buscaras a alguien que venga a salvarte. Te sueltas a contarme del viaje que regresas sin revelar detalles. Repites una fría bitácora del itinerario calculado de quien no quiere decir nada de sí mismo. Te escucho tratando de interpretar más allá de aquel recorrido lineal y no puedo, no encuentro el modo de que ese relato me provoque una emoción definida. Lo que cuentas es la historia de un viaje en un tren sin ventanas, que atraviesa el mundo sin que se pueda mirar hacia afuera. Oigo la lejanía de tu voz que pertenece a otro espacio y a otro tiempo en donde yo no soy más que un mudo testigo. La mesera nos interrumpe a veces para volver a llenar las tazas de café o yo enciendo un nuevo cigarrillo o trato de distinguir las letras de las hojas amarillas. Hay algo en tus palabras que no consigue convencerme. Tu historia parece fragmentada, una suerte de mordaza detiene todo intento de revelación y a mí, que me interesa la otra historia, la omitida, la que pienso que te esfuerzas por no contar, me ataca de nuevo la ansiedad y tengo ganas de huir, de caminar y mojarme o de cualquier cosa. En cambio, con tal de no mirarte, me pongo a ver en cada nueva bocanada de humo cómo las volutas se enroscan en el aire con dirección al techo. Me da vergüenza que descubras mi hastío. Nada pasaría si yo me levantara y me fuera, puesto que estarás cumpliendo un rito que crees obligatorio, y salir de aquí no haría más que acelerar el trámite. Yo, que lo sé, sigo clavado en la silla en contra de mi voluntad, jugando con el humo o mirando a cualquier parte y, entre el bullicio y el ir y venir de gente, vuelvo a encontrarme con ese montón de manchas negras que no distingo y que quisiera poder leer de alguna forma, pero un misterio que no logro desentrañar me mantiene aquí, petrificado, como si no tuviera elección posible. Al voltear hacia la ventana vuelvo a ver a la gente escapando de la lluvia y me parece que ya he visto a la misma persona corriendo para no mojarse y me inquieta pensar que es de ese tipo de cosas que uno ha visto antes de que sucedan y al concentrar la mirada en mi propio reflejo veo que, a pesar de que el tiempo que ha transcurrido, todavía están sobre mi ropa las marcas de la lluvia. Miro a mi alrededor. Veo la normalidad de la gente hablando, a las meseras que sirven, a la mujer que no despega los ojos de aquellas hojas y me doy cuenta que detrás de esa normalidad aparente hay algo que no es como debiera.

V

Un tren te lleva al siguiente destino; estás cansada de mirar por la ventana y prefieres cerrar los ojos y dormirte. Te escondes en un sueño conciliado a medias en un viaje sin rumbo, con un boleto de ida a cualquier parte, recorriendo lugares ajenos a ti que te han llevado de la fascinación a la rutina. Tu andar es ahora una costumbre donde eres presa de una inercia que no alcanzas a comprender, con imágenes cruzando una tras otra ante tus ojos sin que tú logres atrapar ni un solo instante. Te miras caminando por una plaza entre la gente, todos ajenos, sombras que avanzan acechándote. Una horrible sensación se instala dentro del estómago y tu respiración se agita. Latidos del corazón que rebotan en tus sienes, tú en medio, tratando de buscar una salida que no encuentras, empujando esos cuerpos que se cruzan en tu camino, gritos que se pierden entre el tumulto de voces que no comprendes, turba que te jala y te acorrala, tú enterrando las uñas en su carne, piel helada que te congela las manos, palabras descompuestas que no sabes si salen de tu garganta, pasos trastabillados, transpiración fría, hedor putrefacto, basurero humano, brazos llagados por un sol que quema entre nubes oscuras, infierno de demonios inmisericordes que te arrastran rompiéndote la ropa, aullidos de dolor, de un pánico terrible porque el sol te quema y es de noche. Luego despertar. Salto hacia la realidad después de la pesadilla. Nervios alterados por un sueño inconexo, enrarecido por imágenes sin lógica, persecución del subconsciente provocando cosas que no existen, ojos abiertos que te dejan ver al tren que se detiene, ruido de pasos que andan por el pasillo y tú, que tratas de reaccionar apenas, deseas que esa horrible pesadilla desaparezca para siempre.

VI

Y un ángel se presentó en sueños a José y le dijo: levántate, toma al niño y a su madre y regresa a Israel, que ya han muerto los que trataban de darle muerte. Pero José tuvo miedo y al enterarse que Arqueleo, el hijo de Herodes, reinaba en lugar de su padre, prefirió quedarse en Nazareth, en la región de Galilea. Regresa al lugar de donde partiste. Retorna a tu sitio. El mundo es demasiado para ti. Es tiempo de volver, de pisar sobre suelo seguro. Vuelve sobre tus pasos. Mira lo que dejaste atrás. Vuelve a la casa de tu padre. Ya no hay nada qué temer. Ha llegado la hora. Recupera el tiempo perdido. Es tiempo de detenerse. Guarda estos recuerdos en un muro y cuélgalos en la pared. Ya es pasado. La sociedad te exige de regreso. No salgas de noche. No abras la puerta. No mires por la ventana. Recuerda el miedo de salir a la calle. Afuera hay mil peligros que te acechan. No hay nada qué hacer del otro lado del muro. Enciérrate. Enciende las luces. Duerme temprano. Busca estabilidad. Certezas. Necesitas certezas. Basta de incertidumbre. Basta de experimentos. Ha llegado la hora. Procrea. Firma el contrato. Olvida la soledad. Entrégate, para siempre.

VII

Este lugar ya no es el mismo de hace años. Tal vez el lugar sí, yo no. Estoy en medio de un ir y venir de gente, mesa-isla, voces perdidas en un aire que huele a tabaco, unas manos que juegan con tazas vacías, unos ojos que no se atreven a mirarse. Hablarás de un viaje, de lugares, de cosas, todas ellas parte de una historia que no tiene nada que ver conmigo. Contarás de un avión que se va, de un tren que cruza; no podrás hablar nunca de esas imágenes que son sólo tuyas ni podrás hacerme ver lo que has visto tú. Es la historia de un avión que despega junto con tu esperanza, es una huída en busca de respuestas, como si fuera un puente entre un pasado guardado en un cajón para que no salga nunca y un futuro pletórico de promesas. La historia que yo sé —la que recuerdo— es distinta. La mía es la de un avión que se esfuma de mi vista y una melancolía atrasada. Dos alas que se evaporan entre las nubes de la misma forma que me desvanezco con ellas convirtiéndome en un actor que sale de cuadro, el extra de un film sin futuro en una sola escena. Después nada importa. No se sabe más de mí. Lo que suceda conmigo no interesa en una película que te tiene como protagonista. Mi vida toda es un fragmento de la tuya y quiero que regreses, que yo exista depende de ello. Tú no vuelves y yo me quedo congelado en el primer acto de la obra. Telón cerrado, llamada hasta nuevo aviso. Eso es lo que yo recuerdo. Comprendo entonces que nada es para siempre, que nadie es para siempre, que yo no soy toda la historia. Es evidente que el relato no es el mismo, yo lo cuento de ida, tú de regreso. Luego ya no se sabe más, me vuelvo un pasado que se olvida hasta que me invocas de nuevo y me doy cuenta que nos soy capaz de comprender nada. Busco en mi memoria y no puedo recordar lo que ha sido de mí en todo el tiempo en que no has estado. Mis últimos recuerdos son los búhos, la lluvia, la vaga idea del insomnio y esta mañana cuando volvía a encontrarte. Antes de eso sólo recuerdo un avión que se aleja. Todo comienza a tornarse extraño. No sé lo que ha pasado en este lapso de tiempo, no puedo mirarme trabajando o riendo o llorando ni puedo recordar un rostro o un olor o una sensación cualquiera. Siento algo roto en mi cabeza. Por más que busco, no logro recordar nada, ni un solo instante donde estés tú siempre. No logro siquiera imaginarme hablando con amigos ni puedo precisar mi edad ni el lugar de mi nacimiento ni a mis padres ni el lugar donde jugué cuando era niño. No sé de dónde llegué antes de estar aquí sentado ni lo que hice después de encontrarte. Y en este desasosiego me siento obligado a seguir aquí, esperando. No quiero convertirme otra vez en el fantasma sin recuerdos que regresará al limbo de donde nunca debió haber salido. Alargaré la agonía, me interesaré en ti, es decir en mí, la única certeza ahora es que, mientras permanezcas contando de lugares y cosas que no me pertenecen, seguiré existiendo un instante más y eso es el para siempre que tú aún no has encontrado. No puedo recordar nada. Maldita sea. No sé qué soy, quién soy que sólo existo cuando tú estás presente. Qué o quién me está jugando esta mala pasada. Dentro de mí hay una tempestad. Quién me ha puesto aquí y ahora mismo. Por qué no puedo pensar siquiera a dónde iré después de esta entrevista, qué es esto, qué es esto, Dios mío.

VIII

El viaje ha perdido todo sentido, te da lo mismo ir a un sitio que a otro. Decides regresar, acaso lo que buscas está donde antes no pudiste encontrarlo. En una maleta guardas los recuerdos que caben, las imágenes se han vuelto una foto congelada en un trozo de papel, nadie, ni tú misma, podrán devolver a ese museo o a ese castillo o a esa calle su forma real. Los ruidos se confundirán con otros, los muros perderán toda textura, los sabores se mezclaran con tu saliva y el aroma escapará como ha llegado perdiéndose en el aire que exhalas. De regreso. Un boleto de vuelta y fin de la historia. Atrás queda todo. Otra vez a empezar de nuevo, los días se vuelven meses y años, el tiempo no se detiene porque no se ha detenido nunca. En medio de eso estás tú, estoy yo, estamos todos tratando de ser algo en un instante que nunca podrá ser infinito.

IX

En un movimiento inesperado, la mujer deja caer los papeles que tiene en las manos. Las hojas sueltas se escurren por el piso. Por el acto reflejo de mi ansiedad, me apresuro a recogerlos. Mientras los reúno torpemente, logro leer las primeras líneas de aquello que parece un relato. Me quedo petrificado, sin saber qué hacer, perdido en aquellas letras que por fin es posible que lea. La mujer me arrebata las hojas sin agradecimiento, con clara molestia por la invasión a su privacidad. Yo regreso a mi sitio tratando de no pensar, de no entender lo evidente. Cuando yo hable, me llenarás de preguntas que contestaré como pueda. Cómo podría decir algo de un pasado que no tengo y que en el momento en que tú pides una respuesta estoy inventando. Diré que fui, que hice, no importa. Las palabras saldrán de mi boca dictadas por alguien más. Me enteraré, al mismo tiempo que tú, de cosas que no sé si habrán sucedido, de una vida desconocida igual a la tuya, imaginaré que es de otro de quien hablo porque nada recuerdo. Con sólo decirlas les conferiré una realidad de la que serán parte. Podré hablar de una mujer y de un hijo y cuando lo haga tendré la certeza de que existen en algún sitio, más allá de ti o de mí, más allá de este muro o este cristal, esperándome en algún sitio. Esperándome. Qué farsa. Me siento estúpido. Cómo puede estar pasando todo esto. Es una locura, no tiene sentido. Rezaré una letanía de historias falsas y es absurdo porque si no es de mi vida de la que hablo quién pone las palabras en mí, quién me hace repetirlas.

X

Ahí estás. Tu cabeza es un laberinto de ideas confusas, no sabes qué hacer, hacia dónde mirar, a dónde dirigirte. Te asaltan antiguos miedos, te regresan dudas del pasado. Otra vez te sientes sola, abandonada, olvidada, perseguida y ya no tienes ánimos de seguir huyendo. Por indiferencia, más que por ganas, decides enfrentar aquello que te persigue, a ese extraño monstruo que te encuentra no importa dónde estés, a ese inmisericorde lastre que has arrastrado durante tanto tiempo, a ese fuego que te consume las entrañas. Le haces frente, lo retas, te atreves a salir del escondite. Te plantas frente a esa ventana de cristal y te miras a ti misma. El espejo muestra aquello que nadie ve porque tampoco tú te atrevías a mirarlo. Has roto el muro que te dividía de ti misma, decides ser tú o la otra o ambas. Esa otra ha permanecido escondida durante tantos años que ahora es inevitable que salga a la luz, que se siente en tu mesa, que camine por la calle, que hable, que decida. Estás desnuda. Te recorres con los ojos y te miras. Levantas un brazo y delineas la silueta de cristal. Ella hace lo mismo contigo. Sus manos se juntan y hacen un puente, son una, ambas reales, vivas, tangibles.

XI

¿Qué es más lícito decir: tus pecados te son perdonados o levántate, toma tu camilla y vete a tu casa? Y dirigiéndose al paralítico le ordenó: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. El hombre se levantó y salió caminando entre la gente.

XII

Tomas el regalo que acaban de traerte. De un tajo tus pueriles ansias destrozan la envoltura y descubres el rompecabezas que contiene. Subes corriendo a tu habitación, abres la caja, miras los pequeños trocitos de cartón que al juntarlos han de formar la imagen retratada en el empaque. Son tantas y tan pequeñas que no sabes por dónde empezar. Decides buscar primero los fragmentos que formen las orillas, es fácil, sólo hay que encontrar los que tengan un lado recto, revisas un poco y los seleccionas. Cuando crees haber encontrado todos te sientas en el piso con las piernas entrelazadas y tratas de ajustar una figura con otra.

Has pasado toda la tarde armando el contorno. Ahora hay que empezar a formar la parte más difícil, pero estás cansada y decides dejarlo para el día siguiente. Prefieres mirar el televisor o jugar con tus muñecas, la primera emoción ha pasado y con ella la novedad del juego. Mañana volverás a intentarlo. Logras juntar algunas partes aisladas, identificar nuevas. Las agrupas, las distingues por la semejanza en los colores, a veces consigues unir alguna por coincidencia, otras, tardas largos minutos en encontrar el lugar que le corresponde a cada uno de esos pedacitos de cartón de curvas redondeadas. Tu paciencia se termina, cada vez es más embarazoso encontrarle sitio a ésta o a aquella, todas son tan parecidas que podrían coincidir en cualquier lado y te desespera saber que no es así, que sólo hay un lugar para cada una. A veces estás a punto de llorar; cuando descubres que te miran tragas saliva y lo evitas a toda costa. Avientas las piezas, refunfuñas, pierdes alguna que ya tenía sitio, te enojas más, te jalas el cabello, tratas de concentrarte pero tu desesperación lo impide. Unos días después desistes por completo. Lo que ya estaba armado —toda la parte derecha— regresa a la caja de donde salió, otra vez en piezas inconexas y sin forma que quedaran guardadas en el armario como tantas otras cosas. Un día volverás a encontrarlas y las regalarás a algún niño de la misma edad que tú tenías entonces.

XIII

La hora de irse ha llegado. Ahora sé de qué se trata todo esto y, aunque aún no lo comprendo, es tan absurdo como cierto. Siento rabia, desesperación y miedo. ¿Fue Él quien ha decidido que yo lo descubriera; Él mismo quien ha provocado toda esta confusión para que su historia, no la mía, tuviera sentido; quien me hace sentir esta rabia y esta impotencia de no poder ir a ningún lado si no es Él quien me lo dicta; o soy yo que en contra de sus leyes, sus designios y su voluntad he podido descubrirlo todo de algún modo y tener una miserable autonomía más allá de sus propias leyes? Da la última fumada al cigarrillo y aprietas la colilla contra el fondo del cenicero. Con un movimiento de mano pide a la mesera que traiga la cuenta. A medio sorbo de café, quedo petrificado. Quisiera decirle algo que alargue éste momento, clavarla en la silla que está a punto de abandonar, incluso revelarle lo que imagino que sucederá conmigo cuando se vaya, lo que sea con tal de que se quede. No puedo. Mis labios permanecen al borde de la taza, siento como el líquido cruza por mi boca, caliente, quemándome la lengua. El pulso me tiembla, sé que no podré detenerla, que se irá sin reparar en mí. La veré salir de este lugar y el corazón me late en las sienes y el aire sale-entra por mi nariz, sudor frío, y siento todo esto al mismo tiempo y bebo el café hasta ver el fondo de la taza y sé que será la última vez, la última.

Recibe la nota con un “vuelva pronto”, saca unas cuantas monedas que pone sobre la mesa y con prisa comienza a guardar sus cosas. Mete al bolso los cigarros, el encendedor, da un último sorbo al café y yo veo que todo eso pasa lentamente. Lanza una mirada a todos, a nadie, y al fin, como la postrera acción para cerrar la escena, dobla por la mitad las hojas que leía y las mete a la bolsa junto a todo lo demás. Alcanzo a verla levantándose del asiento y regalarme una falsa sonrisa de despedida. Por un instante, me asalta la idea de irme tras de ella, de mentirle que yo he escrito eso que leía y seducirla, pero se va sin que tú hayas llegado y la veo alejarse entre las mesas sin haber conocido el final. Se acabó la historia, se acaba también la mía y un horror, más parecido a la desesperanza, es la última sensación que siento o que me hace sentir Aquél que nos escribe cuando vuelvo a recordar las palabras que he leído en aquellas hojas y cuyo principio me han hecho adivinar el resto de la historia, una historia que no sé si habla acerca de ti, acerca de mí o sólo acerca de él mismo. Desde dentro, recito otra vez mis pensamientos, es decir, los suyos, y giro otra vez en el eterno círculo de la causa: Afuera llueve y yo consigo llegar antes de mojarme, casi sin mirar los tres búhos que anuncian el nombre del lugar y la parodia irónica de mi insomnio. Donde siempre, donde siempre, aunque no sepa desde cuándo es siempre o cuando dejo de serlo.

XIV

Termino la historia, la reviso, hago correcciones. Cuando la creo lista, la imprimo y la llevo a mi editor. Él la hojea displicente y al final me la bota de regreso.

Esto no sirve. Desde hace meses trae usted pura basura. Es el mismo argumento del trabajo anterior y del anterior a ése. Es un bueno para nada. Primero en un parque, luego en un callejón y ahora en un café, y para colmo el mismo de siempre. ¿Qué, no tiene imaginación? Sus personajes son parcos, sin vida, sin matices. Su historia está trillada. No conforme con eso, le ha dado por redundar la misma frase en todo el texto. Si no es capaz, dígalo y dedíquese a otra cosa. Hay bastantes que quisieran su puesto en esta editorial —yo sólo deseo salir de ahí, pero el hombre no para de hablar y recriminarme—. Todos ustedes son iguales. Primero llegan aquí creyéndose merecedores del premio nobel por su linda cara y no son más que una sarta de escritorcillos fracasados que, después de dos o tres cuentos medianamente buenos, se les termina la creatividad para siempre. No, aquí no es beneficencia. O me trae algo que sirva o lo liquido.

RecRecojo las cuartillas, las enrollo y salgo sin decir nada. Camino hacia el cuarto donde vivo desde hace meses. Cualquier día de éstos me desalojan; no logro hacer un relato que funcione. Miro las hojas que traigo en la mano y las lanzo a un bote de basura que encuentro en el camino. Tal vez, en una casualidad inverosímil, pases por aquí, las rescates entre los escombros y te atrevas a leerlas.

X La imagen del rompecabezas

El El cuadro está dividido en dos partes: a la derecha, una mujer sentada en un sillón recargada en el respaldo, entre sus manos tiene una taza con un líquido que humea. Su mirada parece extraviada en lo que observa a través de una ventana. La imagen es de color sepia. A la izquierda, se puede ver lo que hay del otro lado del cristal: un jardín inmenso rodeado de césped brillante y árboles frondosos. Al fondo, el Partenón, levantándose majestuoso con sus altas columnas tocando el azul intenso del cielo.

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