sábado, 21 de junio de 2008

En vano traté de explicarle que era posible que ese lugar no existiera. Quiso ir de todos modos. Tomamos un autobús a no sé dónde, luego transbordamos en una terminal que no alcanzaba a cubrirnos del sol que caía a plomo a la mitad de un camino polvoriento. Esperamos cerca de tres horas. Al fin, pasó una camioneta de carga repleta de gente con ojos sin brillo. Saludamos y nadie nos contestó. Sin entender por qué, ella parecía contenta. De aquel árido paisaje se maravillaba, como si estuviéramos surcando las aguas del inmenso Nilo. Los miserables cactus, no sé por qué carajo, me los señalaba como árboles repletos de sombra. Sudábamos sin remedio y dábamos largos tragos a la botella de agua; su rostro estaba ya más que enrojecido. A pesar de sus voces y sus risas, nadie parecía notarnos. Los ojos de aquellos no existían, ni el tacto ni el oído. Yo empezaba a molestarme del fuerte olor a piel sin lavar, de esos mudos que apenas parecían algo semejante a hombres. El camino sin pavimentar nos hacía menearnos y saltar de tanto en tanto. Sentía que en algún momento saldría volando por encima de esa carcacha sin techo y que nadie sería capaz de perturbarse siquiera. Añoré una lluvia que no iba a llegar nunca. Cansada de admirarse, se fue callando al paso de las horas hasta quedarse en un silencio absoluto y, sin darse cuenta, se fue convirtiendo lentamente en una más de aquellas momias compañeras de viaje que no habían dicho una sola palabra y que me hicieron dudar de sus posibilidades de emitir algún sonido. Al paso del tiempo, nos fuimos escurriendo por las redilas de nuestro transporte hasta quedar sentados sin dejar de saltar y menearnos de un lado hacia otro con la queja inevitable de los riñones que nos reprochaban más y más nuestra inclemencia. Sé fue quedando como dormida, con los ojos abiertos. Se fue perdiendo entre los pies de aquellos que no se sentaron nunca y que mantenían la misma inmutable actitud que desde el principio. Traté de pensar en motivos qué pintar, pero aquellos escenarios sólo me desesperaban y no lograba comprender ese deseo de ir a un lugar tan absurdo. Cuando estuve seguro de que si le pedía regresar aceptaría, ya era demasiado tarde. Volver era imposible a la mitad de esa nada. De tanto pensar me fui cansando. Comencé a sumirme en un trance que, de tener ganas, hubiera temido no encontrar el regreso. Sin darme cuenta, ella y yo nos estábamos convirtiendo en uno de los otros que no hablaban, que no veían, que no pensaban a falta de necesidad, que no se olían a sí mismos, que no necesitaban de agua, que probablemente no eran capaces de saber la diferencia entre una superficie rugosa y una lisa. Poco a poco, la luz comenzó a desvanecerse y nos fuimos convirtiendo en sombras apenas perceptibles, en bultos dejándose mover por el propio camino. Sin luna que alumbrara en la penumbra, nos fuimos perdiendo, difuminándonos con un paisaje que no se cansaba de ser infecundo. Como los otros, ella ya no parpadeaba, tampoco yo. La mirada se había perdido en no sé qué inexacto punto del interior de aquella máquina rodante que después de horas parecía que no se detendría jamás. Ya toda esperanza en mi ser y todo pensamiento se habían desvanecido por completo; entonces la camioneta se detuvo. No supimos cómo, pero nos levantamos. Los otros siguieron inmutables. Bajamos sin saber si aquél era el sitio, como si lo intuyéramos. No hablamos, no nos sorprendimos, no preguntamos nada. Apenas terminamos de descender, el vehículo siguió su bamboleante curso por un camino que no lograba distinguirse más, a la mitad de la noche. Sólo sombras se veían; tratamos de avanzar. No había señal de alguna casa y, aun así, supimos que Comala estaba cerca.

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