martes, 3 de junio de 2008

Fui despertando de un sueño largo, del largo de la vida misma. Entonces lo comprendí todo sin sorpresa. Me había quedado solo. El sonido de la llave que goteaba fue más insistente que nunca. Me froté los ojos con las manos para acostumbrarme a la luz del sol que entraba inclemente por mi ventana y traté de mirar. Descalzo, caminé por el pasillo que conducía al estudio y abrí la puerta. Entre los libros desperdigados por el piso y la figura rota, estaba el cuadro, en el centro, mirándome, desnudándome con su verdad impasible. Aquella cosa ya no era mía, nunca lo había sido. Como entre la bruma de las seis en la montaña, lo vi apareciendo con todas sus formas que se hacían concretas ante mis ojos. Parecía venido de más allá del tiempo. Lo que contaba era un misterio que al fin se había revelado. Avancé paso a paso, entrando al acercarme en un laberinto que no ofrecía ninguna puerta y se colapsaba en el centro hasta perderse enredado entre sus muros. La obsesión multiplicada. Siempre una puerta que se estrellaba implacable contra una pared que a nada conducía. Regresar era infructuoso. El mismo resultado tenían todas las entradas que nunca eran una salida, eran el giro implacable sobre los mismos pasos, conduciendo a su único habitante por recámaras sin sentido y sin orden lógico. Me perdí siguiendo palmo a palmo los senderos y entre ellos fui sucumbiendo a la desesperanza. Qué horroroso todo aquello. Era un avanzar y un regresar constante sin ningún sentido, sin nada que permitiera su entendimiento. Aquella construcción era un castillo donde un rey había de morir tratando de encontrar una salida. Era su muerte la única verdad posible y nada más. La infancia se hizo vejez de pronto tratando siempre de ir más adelante sin conseguirlo. Frente a mí estaba montado en un caballete aquel artificio de un solo color. Sin cuidado de lo que pisaba, me acerqué hasta tenerlo a mi alcance y lo tomé de los bordes. Los restos de la estatuilla se me enterraban en los pies desnudos pero no importó. Con las yemas de los dedos acaricié el contorno mientras mi vista se perdía. Yo estaba dentro y aquello hecho para mí por un súcubo invisible e implacable cuyas formas se dejaban entrever entre aquellos trazos revelando la desnuda verdad que ninguna otra cosa antes había logrado. Me invadía un sopor embelesante mientras respiraba el hedor que se desprendía de aquella imagen tridimensionada. Era el letargo de un despertar que lento se desvanece para dar paso a la verdad ante los ojos. Mis pies apenas percibían el frio de las lozas debajo de ellos y los cortes en la piel, mi cuerpo todo era poseído por aquella imagen que hablaba a través de sus formas y sus engaños. Estaba de frente ante la única verdad posible que había permanecido oculta por el velo de mi propia farsa, montada como medio de supervivencia ante la alarma de lo inevitable. Dejé que cada cosa pasara para no darme cuenta, para evitar este momento de revelaciones. Ahora ya no había marcha atrás. Ahí estaba sin subterfugios el encuentro con el fin de una batalla cuyo destino inflexible estuvo escrito desde el principio de los tiempos. Un laberinto, un color, una única verdad, repetida a cada instante en cada acto de la vida y una imagen de muros lo revelaba todo sin gota de piedad. Lo fui desmontando lentamente para recargarlo en la pared. Muros sobre muros. Ese era el destino de aquel cuadro y ese el mío y ese también el tuyo. Levanté uno a uno cada libro tratando de regresarlos a su puesto original en un ritual de reconstrucción imposible porque ya todo estaba dicho y una decisión había sido tomada en aquella mañana en que al fin el despertar fue inevitable.

No hay comentarios: