viernes, 20 de junio de 2008

Aún no terminaba la clase cuando alguien entró a interrumpirnos. Andrea apresuró un discurso que a todas luces debía de ser más largo; lo dijo en dos minutos. Nos encargó algunas tareas mientras metía, atolondrada, sus cosas en la bolsa de mano. Se despidió y salió casi corriendo. Cuando yo estaba en la puerta ella terminaba de bajar la escalera y así, desde arriba, lo fui observando todo. Pero, Alejandro, mira nada más cómo estás. Y no era un reclamo. Recargado a medias en el muro, hecho una sopa de tanta lluvia, trataba de mantenerse en pie con las manos en los bolsillos del pantalón. Fue levantando la vista de algún punto perdido en el suelo y entre la bruma del ron trató de distinguirla. Ella se apresuró para sostenerlo en un abrazo largo al mismo tiempo que él prestaba sin voluntad el hombro para un rostro que se escondió entre su cuello. Con los brazos lo rodeaba como si de verdad lo sostuviera. La vi decirle cosas al oído que él no era capaz de comprender y yo tampoco. Alejandro trataba de decir algo que se perdía en la pastosidad de una boca llena de saliva. Lo fue soltando con cuidado para sostener su cara entre las manos y quitarle el cabello de los ojos. Le susurraba palabras que yo no podía escuchar y él luchaba por mantener los ojos abiertos. Lo volvió a abrazar con la eternidad de la ternura inmensurable. En los brazos de una madre, era un niño desvalido. Sin sacar las manos de los pantalones, se dejaba llevar por aquella caricia indescriptible. Cuando llegué al pie de la escalera, le oí decir, Llévame a mi casa, por favor. Sí, Alejandro, claro que sí. Lo sostuvo del brazo mientras trataba de acomodarse el bolso del otro lado. Yo los seguía con la mirada. Se fueron yendo como dos ancianos que van pensando cada paso que dan. Se fueron alejando de mí sin apartarse entre ellos. Cruzaron la acera no sin detener el tráfico un poco. Peleando con las llaves, le abrió la puerta para meterlo dentro del coche como fue posible. Le abrochó el cinturón de seguridad mientras él le acariciaba un brazo con la yema de los dedos. No eran amantes y nunca lo habían sido y, no obstante, parecía que entre los dos había un vínculo aún más estrecho que entre cualquier pareja que caminaba por la misma calle. Los dos ya estaban empapados y la lluvia era ya una sola para ambos. Cuando arrancó, él se había dormido. Los vi alejarse y doblar a la izquierda en la primera esquina. La imaginé bajándolo del auto. Aún con mayor dificultad, la vi ayudándolo a subir hasta su cuarto y quitarle la ropa para dejarlo lo más cómodo posible. Al otro día, él no recordaría nada y se despertaría como cada mañana yendo directo a la cocina para prepararse la primera copa del día. No sé si ella pensaría en algo a fuerza de costumbre. Con seguridad, aquella no era la primera vez que algo como eso pasaba, ni sería la última. Y sin saberlo de cierto, comprendí que ella siempre estaría dispuesta a rescatarlo de una parranda, sin importar la hora, el lugar, la circunstancia. Muchos hombres antes se habían hartado de su vocación de madre alejandrina y la habían abandonado. A pesar de eso, Alejandro seguiría llegando cada tanto para que lo llevaran a una casa que él ya no era capaz de encontrar por sí mismo. Ella estaba de todos modos. Cuánto he querido encontrarme una Andrea que me sostenga mejor que el muro de mis lamentos. Cómo he deseado saber que en algún punto de mi vida alguien me sostendrá la cara entre las manos y me quitará el cabello del rostro para que no me lastimen esas delgadas fibras capilares. A través de aquel abrazo que no había sido para mí, descubrí el verdadero significado de una palabra desgastada de tanto repetirse y, cuando advertí que en mi vida, mucho más sencilla, no había nadie que me sostuviera en lugar de un muro, sentí una necesidad insoportable de ser abrazado por dos de aquellos brazos de la ternura.

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