miércoles, 4 de junio de 2008

Si un día me voy te escribiré una carta para explicarte todo, dijiste. Yo no fui capaz de comprender el sentido de aquellas palabras aunque sentí una mordida en la boca del estómago que me hizo abrazarte sin decir nada. No seas loco, eso no va a pasar nunca, y te reíste traviesa mientras me quitabas el pelo de la frente con tu cabeza inclinada mirándome llena de curiosidad. Nunca más hablamos de eso pero habitaba cada palmo de la casa y cada café que nos reunía por la tarde. Encontrarnos era el juego de buscarnos entre las horas del día que pasaban de prisa, casi sin darnos cuenta. Entre nuestros encuentros estaban nuestras propias vidas que eran ajenas al otro. Por aquellos días yo comenzaba a aprender el arte de la pintura que me mantenía absorto e ilusionado. Pasaba horas interminables haciendo réplicas de Botticelli tratando de igualar la obra de aquel hombre sin conseguirlo, lo que me obligaba a volver al día siguiente para nuevos intentos que siempre fracasaron. De ti sabía por tus relatos nocturnos. Supe de tus recorridos por la ciudad siguiendo las descripciones de un libro que yo nunca pude leer por no sé qué causas y de tus encuentros inesperados con gente que nunca conocí. Con palabras me pintaste las escenas de tus días que de tarde compartimos y así pasaba la vida debajo de cielos muchas veces nublados. En medio de todo, las calles, las voces, la gente, los objetos. Persecución de palomas que corrían espantadas antes de levantar el vuelo y que yo miraba divertido desde la banca de un parque pletórico de niños cómplices de tus andanzas que me hacían olvidar mis obsesiones. Así es como secretos lenguajes nos reunían de algún modo antes de posar sobre nuestros labios la inevitable frontera del no entendimiento. Después era difícil comprenderse y encontrar el idioma preciso que volviera a reunirnos de algún modo. Como si cada cosa y cada palabra escondieran un misterio irresoluble para el lenguaje común. Al principio, la ligera línea entre mi interpretación de los signos y la tuya era casi inexistente; al paso de los días fue haciéndose cada vez más clara hasta el punto en que las coincidencias fueron vagas. Ante eso nos rescataba el idioma de las manos o de los ojos que aprendimos a leer en un instante hasta que descubrimos que muchas veces tampoco coincidía con la verdad de las cosas y entonces dejamos que todo fuera sucediendo sin detenernos a pensar en causas o consecuencias, fingiendo una lengua semejante que dejaba de concordar a cada tanto y cuyos signos se perdían entre la duda de su significado verdadero. La primera vez que te fuiste traté de traducir de algún modo los signos de tu lenguaje sin comprenderlo y construí en mi cabeza un puente entre mis palabras y las tuyas, entre tus actos y los míos para descubrir el verdadero sentido de todo aquello. Aún cuando pasé muchos días tratando de intuirla, mi interpretación de las cosas quedó muy lejos de su sentido más puro. Así fue como empecé a ir a buscar cada día, al borde de las cinco de la tarde, la carta prometida que no llegaba nunca y que era la única forma de mantener una esperanza, aunque estuviera erigida sobre nada.

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