lunes, 13 de octubre de 2008

Había llegado de seis, se había ido de nueve, siempre silenciosa. Reía con el vuelo inexacto de los colibrís y la persecución a las palomas. En un mundo habitado sólo por ella, nadie lograba acercarse nunca. A veces la descubrían llorando en algún rincón de la casa, pero no era la única en aquel lugar que lo hacía con frecuencia. Parecía no tener ningún recuerdo, como si su vida hubiera comenzado sólo al entrar en aquel sitio. Se fue un día sin decir a nadie nada, siempre silenciosa. Además del nombre de sus padres o su antigua dirección, no había más datos. La mujer que la hizo llegar ahí no supo decir demasiado. Era común que los chicos huyeran, nadie se sorprendió. Cuando eso sucedía, solían irse dos o tres juntos, ella se había ido sola, lo supieron por la tarde, en la revisión de los cuartos. Hicieron el reporte de rutina y lo sumaron al archivo. Era todo. No supieron decirme nada más. Cuando salí, me detuve un poco a mirar a los que jugaban en el patio, una pelota casi rompe una ventana, una mujer pegó un grito de advertencia, un segundo de silencio y luego la continuación del juego sin más, risas, gritos, corretizas. La calle era la misma que antes, con sus árboles recién plantados, con el ruido de un claxon para rebasar al coche de enfrente, con el semáforo inservible. Y yo pensaba en la niña perseguidora de palomas que debió salir una mañana de hace muchos años por esta misma calle y traté de imaginarla dudando en la esquina si seguir de frente o dar vuelta hacia algún sentido. Giré hacia la izquierda. Caminé un poco tratando de adivinar. Desistí dos calles después cuando comprendí que era imposible perseguir su rastro, que se había desvanecido en algún sitio hasta que la encontré aquel día leyendo la historia de un crimen argentino. Ya no tenía nueve años, pero seguía pareciendo indefensa. Me senté a su lado sin hablarle y encendí un cigarrillo mientras miraba hacia ningún lado. ­­Cuida mi libro, no te lo vayas a robar, te estaré vigilando, y se levantó dejando el libro sobre la banca y corrió a perseguir a una paloma gorda que caminaba estúpidamente a unos metros de nosotros. Se acercó poco a poco, agachada, estirando las manos. La paloma primero caminó más rápido y luego voló definitivamente. Ella regresó enfadada, Pinche paloma. Yo había comenzado a mirar la contraportada y me lo arrebató, Te dije que lo cuidaras, sonreí divertido, ¿Lo has leído? Sí, hice una pausa, Varias veces. Entonces déjame terminarlo y tendremos una larga plática. Esa tarde comimos juntos y se quedó a dormir conmigo. Así comenzó todo para mí. Aquella larga plática nunca llegó porque al principio no era necesaria y después resultó imposible.

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