jueves, 14 de agosto de 2008

Cuando todo pasó, al cuadro recargado en la pared lo cubrí para no verlo, y así estuvo por mucho tiempo, como una verdad implacable que debía de mantenerse oculta, resistiéndome a confrontarla. Traté de que la normalidad de los días me consumiera regularmente. Algunos días salía de la ciudad en busca de no sé qué cosas, a veces de amigos que no veía hace tiempo. Ella en ocasiones venía conmigo. Hablábamos poco y solía perderse en las calles de ciudades que no conocía mientras yo me quedaba sentado en algún sitio mirando a la nada. Volvía ya entrada la tarde a sumarse a las pláticas sobre recuerdos en los que no había coincidido. A veces se reía con las anécdotas estúpidas que resumían otra etapa de la vida o se sorprendía con detalles que nunca hubiera imaginado posibles. Otras sólo oía sin escuchar de veras, sumida en sus propios pensamientos inaccesibles. Cansada de recuerdos que no eran suyos, se dormía temprano mientras la reunión continuaba hasta la madrugada entre risas y nostalgias. Una noche, cuando al fin los recuerdos colectivos se terminaron, entré a la habitación donde debíamos de dormir. La luz estaba apagada, no la encendí para no despertarla. Choqué con un mueble, encontré la cama a tientas. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude ver los contornos y reconocer la tenue luz que se colaba por la ventana que hasta entonces noté que estaba abierta. Ella estaba ahí. Los pequeños ruidos provocados por mis tropiezos no la sacaron del trance. Qué haces, pregunté estúpidamente. Ya sabía que no habría respuesta. Tampoco me acerqué. Me tendí en la cama a mirar la silueta que a contraluz se dibujaba. De pie, de espaldas a mí, sujeta de la baranda, sin un movimiento perceptible, miraba pequeñas luces que al fondo destellaban. Había llovido y no se miraba una sola estrella. Imaginé que en cualquier momento empezaría hablar para sí misma, sin hacer caso de mi presencia. Pero no. La silente escena se prolongó infinitamente. ¿No quieres dormir ya? Imbécil. Hay tantas preguntas estúpidas que a veces es mejor no decir nada. Prendí un cigarro. Por un instante la flama del encendor iluminó las cosas. Luego sólo quedó la luciérnaga que se hacía intensa cada veinte segundos. Alargaba la mano cada tanto para atinar al cenicero sin saber si en verdad lo conseguía. La fui olvidando, dejó de existir. Estaba yo, en penumbras, una chispa que se hacía intensa al contacto con mis labios, una nube de humo, sombras y siluetas. Nada vivo. Cuatro paredes, algunos muebles intuidos, una ventana abierta, una silueta en medio, uno que era yo y que no era, vagos pensamientos, ideas desordenadas. Apenas pude hundir la colilla en el fondo del cenicero antes de quedarme profundamente dormido.

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