martes, 26 de agosto de 2008

La noche en que todo ocurrió era una noche cualquiera. En aquel bar todos hablaron de mujeres —como siempre— y de riñas callejeras. Uno contó de las tres muertes que pesaban sobre su inexacta conciencia. Hubo admiración, aplausos. Bebí sólo dos copas en tres horas, lento, trago por trago, más por ritual que por deseos de embriaguez. No quería perder un solo gramo de cordura, no deseaba pretextar aquello y perder así el profundo sentido que mis actos buscaban esa noche. El hombre de las muertes me invitó otro trago, no acepté. Bebí las últimas gotas de la última copa y aún encendí un par de cigarros más, antes de pagar la cuenta y salir de ahí. No me despedí de nadie, porque a nadie conocía, tampoco a aquél que contaba sus hazañas. Conté calle por calle y fueron doce. En la esquina de la cuarta, una mujer se puso frente a mí y me ofreció por unos billetes una hora de compañía; no fue la compañía lo que acepté, fue la hora ofrecida. Al final, fue mucho menos pero no importaba. La oí bajar casi corriendo la escalera, la vi a través de la ventana entrar a la farmacia, esperé un poco, fumando, pensando siempre en lo mismo. Baje y seguí por la quinta y la sexta. Nada más pasó. Al fin llegué a la casa, al fin metí la llave en la cerradura, al fin la giré, al fin abrí la puerta, ella ya estaba ahí, esperando.

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