lunes, 4 de agosto de 2008

Aquellos fueron días difíciles. Sucedió en una de esas etapas de desaparición y no tuve con quien llorar de veras. Tal vez ese era el motivo por el que se me fue quedando en alguna parte imprecisa del cuerpo, como un cansancio que me dejaba pocas ganas de levantarme o de tomar el pincel. Despertaba tarde y comía poco. No pensaba demasiado y sólo dejaba que los días transcurrieran sin mucha prisa. Una tarde en que salí a caminar, en las viejas y populosas calles del centro, repletas de chicos que se fugaban de las clases de la universidad hacia pequeños bares vespertinos, me encontré al otro de frente. Me reconoció entre la bruma de una mirada turbia. Mutuamente nos invitamos una cerveza. Me contó de libros fantásticos que yo nunca había leído y me prometió prestármelos en los próximos días. Hablamos de otros que si reconocí y nos perdimos durante horas entre disertaciones y teorías que a poco o a nada nos conducían, cuyos discursos se irían desvaneciendo como el humo de los cigarrillos encendidos casi al mismo tiempo. La tarde se fue haciendo noche, los chicos comenzaron a huir a sus casas y nos iban dejando solos. Mientras él me contaba sobre no sé qué cosas de un viaje a Playa del Carmen que incluía bastante mota, pensé en dónde se había quedado la otra noche. Hasta donde recuerdo, me lo había encontrado igual que ahora, más o menos por las mismas calles, y él mismo me había llevado con Alejandro que ya estaba instalado en el bar de siempre; él pagó la primera ronda. No logro recordar demasiados detalles de él en esa noche. Después de varias rondas, fuimos con Alejandro hasta su casa, cenamos algo y seguimos bebiendo entre risas. Hubo un reparto hipotético de mujeres del taller de Alejandro "con fines educativos". A mí me asignaron a una que carecía de malicia, mi trabajo era darle un poco. A él, una mujer entrada en años que requería de frescura; para Alejandro creo que nada. No sé si hubo una discusión, el tiempo y el alcohol traicionan la memoria, ni mucho menos la causa. Entre vagas imágenes lo veo salir de la casa, demasiado lejos de la ciudad, e irse sin despedir, enojado o confundido. Alejandro y yo seguimos hablando. Luego, al regresar del baño, lo encontré sentado en la sala mirando el muro. Después el discurso de riders on the storm y un ataque súbito recordando al otro que se había ido bastantes horas atrás y que ahora yo tenía enfrente hablándome de no sé qué cosa onírica sobre Playa del Carmen y la arena blanca y una ola cristalina y espumosa que le mojaba los pies. No mencionamos a Alejandro, no le conté mi recuerdo de aquella noche, él tampoco dijo nada. Hablamos como si aquél nunca hubiera existido y mis recuerdos fueran una más de mis fantasías. Con seguridad él tampoco lo había olvidado pero, como yo, evitó hablar del tema. Le conté sobre un cuadro que no estaba pintando y de mis cambios estéticos de los últimos meses. Se sorprendió falsamente, me pareció que en realidad, o no comprendía o no estaba interesado en el asunto. Hablando de muros azul índigo, traté de provocar que él iniciara el tema que nos acechaba como un fantasma en cada trago a la botella, en cada palabra que salía de nuestra boca. No sucedió. Seguimos hablando de todo, es decir, de nada. No tengo claros los motivos por los que no mencionamos aquello aunque ninguno de los dos lo había olvidado. Comprendí que Alejandro seguiría rondando en medio de nosotros, aún más con nuestra omisión consciente. Al fin nos despedimos. Pagamos la cuenta y sin demasiadas palabras caminamos en sentidos opuestos. Yo seguí a lo largo de la calle que a esas horas ya estaba oscura, una lejana luz proyectaba sombras de árboles contra los muros, también mi propia sombra alargada iba conmigo paso a paso. Sombras sobre muros. Muros sobre muros. Sombras sobre sombras. Palabras. Fantasmas. Silencio. Memoria. Recuerdos. Olvido.

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