lunes, 18 de agosto de 2008

El recuerdo me llegó de pronto aquella tarde de lluvia. No había vuelto a recordar la escena, a pesar de que entonces me había impactado mucho. Ahora estaba otra vez, solo, enfrente de aquella casa abandonada. Volví a mirarla, con más atención que la primera vez. Puse las manos sobre la puerta y empujé con fuerza. Como antes había imaginado, la puerta no tardó mucho en abrirse. La hierba del patio se levantaba medio metro sobre el suelo surgiendo de las ranuras quebradas del pavimento y era complicado cruzar. Avancé cuidadosamente sintiendo como mis pies se hundían entre la maleza haciéndola crujir. Oía los ruidos de ratas y bichos huyendo de mis pasos, olía el fétido olor del abandono. Subí por unas escaleras que crujían con el peso de mi cuerpo, sosteniéndome de un barandal oxidado, casi despegado de sus goznes. Llegué a lo alto no sin miedo, trastabillando entre los obstáculos a mi paso. Entré a un cuarto con una puerta abierta que estaba a punto de caer. De viejos muebles corrían despavoridas arañas y cucarachas que volvían a esconderse en otro lado y de ese otro lado salían otras que iban hacia el primero, como una eterna migración de bichos desconcertados. Miraba muebles de madera a punto de deshacerse, abría cajones contenedores de trapos que en otro tiempo debieron ser ropa multicolor, de artefactos carcomidos por los animales que habitaban aquella mansión de olvido, con un espejo que reflejaba distorsionada la imagen borrosa del abandono. Del colchón de una cama de sábanas deshechas salían más y más insectos de denominaciones múltiples y entre lo que una vez fueron almohadas subsistía una camada de roedores recién paridos que chillaban en su ceguedad al notar mi presencia. Desde dentro, pude ver el otro lado de aquellos trapos que alguna vez fueron cortinas, los aparté para mirar la calle a través de la opacidad vetusta de los cristales y noté que estaban rotos. Cuánto tiempo hace ya de esta orgía de animales invasores, cuánto habrá pasado para derruir lo construido. Recorrí cuartos en iguales circunstancias, con pintura carcomida por el tiempo, con muebles apolillados y cortinas que ya no lo eran; en el último, encontré las cosas de una niña, los restos de muñecos afelpados, collares que habían sido verdes o amarillos, un cuaderno de hojas acartonadas que crujían al abrirlo y que escondía líneas de colores, círculos que no lo eran de todo y algunas trazos de letras que intentaban ser un nombre. En los muros, aún sobrevivían los restos de una crayola roja que con círculos y líneas formaban tres imágenes de boca curveada hacia abajo. Dejé todo intacto y bajé no sin dificultad hasta la maleza de la entrada y volví a cerrar la puerta que chilló al girar a su estado original. Caminé unos pasos hasta la siguiente puerta, unas voces se oían desde dentro. Toqué. Me abrió un hombre que me miraba desconfiado. Al final me hizo pasar y me dejó hablar con una anciana en silla de ruedas. Como si todo hubiera sido ayer mismo me contó todo, me habló de la madre y del padre y de cómo llevó a aquella niña a vivir al orfanato en un acto de piedad. Nunca había vuelto a entrar a la casa, ni ella ni nadie, tampoco sabía que había pasado después. Me dio el nombre del lugar, luego se quedó dormida. Salí y el hombre me despidió aún con desconfianza. Prendí un cigarrillo mientras caminaba hacia mi cuarto, marcando cada paso lentamente, tratando de ordenarme las ideas, buscando algún sentido a esa historia, a la que conocí luego y a la que después pasó. Se fue haciendo noche sin darme cuenta, cuando llegué a mi cuarto todavía llovía.

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