lunes, 4 de agosto de 2008

Mientras caminaba por aquellas calles de sombras, la cabeza se me llenó de recuerdos. La continuación de esa noche había estado recluida en la cárcel de mi inconsciente. Dormí por un par de horas y Alejandro aún no despertaba. Me lavé la cara y salí tratando de hacer el menor ruido posible. Después de preguntar varias veces, al fin supe dónde tomar el autobús de regreso a la ciudad. El trayecto fue muy largo, a pesar del cansancio y el desvelo, comencé a leer el libro. Me fui hundiendo entre sustantivos adjetivados con metáforas que revelaban una profunda melancolía por un tiempo pasado o por un sueño que habitaba la consciencia. El personaje era tan semejante al escritor que no dudé que fueran el mismo. Me pregunté si siéndolo yo, sería capaz de hacer distancia entre mí y mis personajes. No me creí capaz de conseguirlo, a decir verdad, no puedo escribir más de dos líneas sin tropiezos. En el momento más sentimental de mi existencia, comencé a escribir algunas cartas llenas de palabras comunes y reiteraciones insoportables. Mi poco conocimiento de adjetivos y mi imposibilidad de expresar mis ideas con claridad me hacían perderme entre palabras cuyo significado nunca fue del todo claro. Y sin embargo, siempre sentí la necesidad de expresarme de algún modo y así comencé a pintar. Las ideas en mi cabeza se volvían imágenes, colores, metáforas visuales de un oculto significado. Me sorprendió descubrir que Alejandro podía hacer lo que yo nunca alcanzaba en mis cuadros y que, en definitiva, jamás lograría con palabras. Estaba envuelto en una atmósfera de ausencia incansable. Los múltiples tumbos del autobús en una calle sin pavimentar provocaban obligadas interrupciones, a pesar de ello, la atmósfera del texto no se desvanecía entre el olor a gasolina o el sol que se colaba entre los cristales y me aumentaba la resaca o el constante movimiento. Al entrar a la ciudad tuve que interrumpir la lectura para transbordar rumbo a mi casa. En el segundo autobús iba de pie y no pude seguir leyendo. Cuánto podría parecerse una historia de papel a una de la realidad. Cuánto eran la misma cosa. Qué sería en realidad la literatura. Tal vez una suma de recuerdos, tal vez una mezcla de recuerdos y de imaginarios. Un autobús repleto de gente, un sol cayendo a plomo, no sé si eso podría ser literatura. Traté de pensar una forma de organizar esa idea en alguna frase que tuviera algún significado. Para quién. Cómo hacer respirar esa atmósfera con palabras. En el fondo, el problema siempre es el mismo, al pintar también era preciso crear atmósferas aunque me parecía mucho más sencillo conseguirlo. O al menos me engañaba pensando que era más fácil y que de alguna forma lo lograba. Siempre el mismo color de base homogenizaba la obra. Y por qué azul índigo y por qué sólo muros. Me lo habían preguntado tantas veces que aprendí a dar una respuesta aceptable. Pero no, para mí aún no había una que lo fuera. Pasamos por las mismas calles de siempre y no me fijaba en ellas a fuerza de costumbre. Al bajar, caminé las dos calles que faltaban para llegar a la casa. Pensé que otra vez no le había dejado la comida al gato y tal vez había escapado. Cuando llegué te vi entre los barrotes de la reja. Tenías mi vieja camisa, el pelo recogido y barrías concentrada las hojas regadas en el patio, como si no te hubieras ido nunca. Me imaginé que habías llegado anoche después de tu última fuga. Metí la llave y abrí. Cuando oíste el ruido de la puerta saliste del trance y volteaste a mí de un golpe. Al verme, te sostuviste de la escoba como si temieras caer. Vi tu rostro contraerse en un gesto desfigurado y comenzaste a llorar en silencio sin soltar aquello que te sostenía. Cuando me acerqué fuiste tú quien me lanzó los brazos al cuello llorando convulsa. Sentí tus lágrimas mojándome el cuello y la camisa, sentí como apretabas tu cuerpo contra el mío como hace tanto no sentía, sentí que, por primera vez, desde tiempos irrecordables, por fin me necesitabas. Por qué tardaste tanto; tenía mucho miedo que algo te hubiera pasado y no pude dormir en toda la noche, me dijiste entre sollozos. Quise explicarte, pero comprendí que no importaba. Creo que entonces supe que me querías. Tal vez ese minúsculo instante antes que todo regresara a su cotidiana normalidad fue la verdadera causa de cuantas cosas dejé que sucedieran luego.

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