Esperé por unos días, tal vez algo pasara. Quise refugiarme en la rutina de cada día tratando de concentrarme en el azul índigo y encontrar la forma verdadera que buscaba. Por momentos, lograba desprenderme de todo y concentrarme en la minuciosa construcción de un cuadro que a cada nuevo trazo se volvía otra cosa distinta a lo que yo había imaginado. Por las tardes, las risas de los amigos hacían su trabajo. Mas siempre llegaba la noche y siempre el insomnio, y siempre las mismas teorías absurdas y siempre ninguna respuesta. Imaginé las cosas más terribles; la más sublimes también. De tanto pensarlas una de tantas debía ser verdad. Cuál de todas. Por más que lo pensara no lo sabría nunca hasta que tú lo dijeras. Si tan sólo supiera dónde estabas, tal vez iría a preguntar y decirte, No importa. Había sobre todas las dudas siempre una certeza: si te has ido es porque no quieres hablarme. Todo lo demás estaba supeditado a esto. Otro problema sin solución. Construí una respuesta para cada pregunta y un qué hacer en caso de. Eso me llenaba las noches hasta que el sueño me vencía. Para los otros estaba claro: me habías abandonado, nada qué hacer. Para mí no era tan sencillo. Que te fueras no implicaba un abandono porque estabas en el azul índigo y en la 7 vertical del crucigrama y en el jabón inexistente del aeropuerto. Estabas en los boletos de avión vencidos, en las dos mochilas idénticas y en los muros de una casa que no lograba quedarse vacía. Entonces no había tal abandono, había, en todo caso, el respiro de tu ausencia en todas las cosas. A veces creía que lo más importante era saber lo que pasaba. A partir de ahí sería más fácil tomar decisiones. Incauto. El cuadro estaba perfectamente definido, analizado, comprendido. Al momento de que el pincel comenzaba a deslizarse, todo lo anterior quedaba olvidado y desaparecía sin más. Al final era siempre otra cosa la que terminaba siendo. Y siempre también con ese error infame. Así trataba de construir, lógicamente, la serie de acontecimientos sucedidos, escudriñaba en los detalles algún indicio de este desenlace y cada cosa, por minúscula que fuera, tenía mil interpretaciones, desde la cosa más insignificante hasta la más grande de todas. Y ahí aparecía inevitable el fantasma de la duda. A cada cosa daba un valor específico, esto es grande, esto es pequeño, pero era yo el que lo hacía. Cómo saber si el valor que yo daba a cada una correspondía al valor que dabas tú. Para saberlo, tendría que irte preguntando una a una y confiar en que con sinceridad responderías. Y aunque así fuera, cómo saber que tú medías bajo los mismos parámetros y en el mismo sentido todo aquello. Imposible. Entonces, regresaba siempre al punto donde un muro se cruzaba frente a mí, del otro lado estabas tú, tal vez tratando también de encontrar el modo de derribarlo. Los dos sin conseguirlo. Y entonces se acababan las opciones. Claro, demos media vuelta y caminemos sin más. Respuesta sencilla. Pero cómo regresar al problema del azul índigo si a cada paso volvíamos siempre al caso del muro. Me dio por pintar muros del mismo color. Los pinte rotos o enormes, frontales o como una pequeña línea que dividía dos mundos ajenos. Los críticos y los amigos siempre venían a preguntar el sentido escondido detrás. Yo inventaba teorías estéticas de la división entre el arte y el mundo, entre el hombre y la realidad. Y todos aplaudían, y cada golpe de palmas era una bofetada contra mí mismo. Ni siquiera era una teoría original, la había leído en algún lado. Hubo una exposición que mi agente tituló “los muros”. En una revista se hizo un largo ensayo entre la coincidencia ideológica entre mis muros y the wall, reminiscencias a Berlín. Alejandro escribió, como un intento de provocar en los otros una sospecha, Los muros del alma. Un cuento que incluyó en el último de sus libros y que mandó a mi casa con la siguiente dedicatoria: Para mi nuevo lector y reciente amigo. Espero que este libro no lo decepcione de la literatura. Alejandro. Era todo lo que decía. Cuando pasé por aquel cuento, que era el último, comprendí la causa. No fui tan imbécil para llamar y agradecerle. Todo estaba dicho. 7 vertical.
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