martes, 13 de mayo de 2008

Entré, encendí la televisión y la apagué en seguida. Fui a la cocina, abrí el refrigerador lleno de cosas inapetentes y volví a cerrarlo. Subí las escaleras y me metí al estudio. Revisé unas cuantas notas, rescaté algunos bocetos y comencé el ritual de prepararlo todo y empezar a trabajar. La paleta, los colores, el óleo sobre el caballete, la bata manchada y vieja. Mojé la punta del pincel con azul índigo e hice el primer trazo de derecha a izquierda, primero con fuerza, luego dejando que se desvaneciera lentamente hasta terminar en una línea imperceptible. Nada. Toda una mierda. Más que línea era una mancha asquerosa y trémula que estaba muy lejos de mis pretensiones. Pude intentar corregirla; no quise. Arranqué de un golpe todo, lo hice trizas con una furia inusitada y recomencé. Lo mismo pasó con el segundo y con el tercer intento. Cuando creí pasar del primer trazo, el segundo volvió a ser la misma cosa execrable de antes y me llené de desesperación. Rendido, dejé todo, me quité la bata y salí al pasillo. Me quedé mirando los cuadros de los muros. Todos como siempre, todos aplaudidos y ninguno me gustaba, siempre tenían algo que era imposible de resolver, un detalle imperceptible a los ojos de los otros y evidente para los míos, surgiendo por encima de todo lo demás. A veces pensaba en posibles soluciones que nunca funcionaban, o que sólo me hacían creer, temporalmente, que lo había logrado. Luego, volvía a aparecer ante mí el horrible e insoportable error de siempre, un estigma que cada día se volvía más y más pesado sobre mi percepción de las cosas y que en días como estos surgía a la luz de un modo aún más evidente. Veritas maestus non est sed remedium non habet. Entonces nada qué hacer. Queda el hecho de saber que esta cosa horrenda de cada uno estará ahí como una marca indeleble, casi un sello de mi obra. Mi obra, qué palabra. Lo que quiera que fuera, estaba ahí habitando todos los espacios. Me tiré en la cama tratando de no pensar en esa idea tenebrosa que me rondaba desde que crucé la puerta; fue imposible. Era la hora de costumbre y nada pasaba. Si una sola de mis ideas estúpidas era verdad entonces no habría nunca más “mi obra”. Imaginé escenas espeluznantes, violentas, de robos, de fugas, de disparos. Quizás algo menos que eso, tal vez sólo un autobús que no llega a tiempo o una charla que se alarga con alguien agradable, acaso una ausencia premeditada. Los cuadros llenaban todos los espacios pero la casa estaba vacía. Busqué de nuevo en cada cuarto y el eco de mis pasos fue quien respondió a mis preguntas silenciosas. Esperar. Esperar. Qué ansiedad tan intolerable.

No hay comentarios: