jueves, 22 de mayo de 2008

El día en que volviste no hice ni una sola pregunta. Te quité al abrigo mojado de lluvia y te preparé un café. Tú no me mirabas. Te quedaste eternamente perdida en el negro líquido que hervía. Rompí el silencio contándote del gato que no había probado la comida y del molesto goteo de la llave. Te incluí de nuevo a la vida como si nada pasara. Esa noche volvimos a compartir la cama y todas las cosas. En la penumbra lloraste cuando fingí que dormía. Al día siguiente, después del desayuno, caminamos por la calle como antes y te reíste igual que siempre de mis chistes idiotas. Estaba-mos felices. Regresó el ruido de tu risa a habitar las paredes y el azul índigo cedió a mi pincel inexperto. Me olvidé por muchos días de la 7 vertical del crucigrama y me concentré en encontrar en cada día un pretexto para reunirnos. La rutina diaria nos fue absorbiendo con ligereza y dejamos que todo siguiera su curso. El gato volvió a comer y los amigos no hablaron más del asunto de los cuadros con muros. Y una noche, en que todas las cosas parecían haber encontrado su justo equilibrio, en el último cigarro antes de dormir, tratando de suavizar lo más posible la pregunta, quise saber lo que había pasado. Imbécil. Mil veces imbécil. Regresamos desde entonces otra vez al juego del silencio. Estabas ahí pero no estabas. Siempre había algo más importante que hacer, siempre había una llamada que nos interrumpía, siempre un cansancio superior a las fuerzas. En vano las disculpas; cada una te pareció un reclamo y una culpa, cada modo de acercarme era aún más la lejanía. Cada que entraba sin verte iba directo a donde antes dejaste la nota, no encontrar nada era el ritual de revolver papeles para encontrar el fatídico mensaje, y entre menos encontraba mayor era mi desconsuelo porque comprendí que la siguiente vez te irías sin mensaje alguno y nunca sabría si esa noche ibas a volver, o nunca. Y cada ausencia era un dolor agudo en alguna parte del vientre y cada espera un reloj descompuesto que nunca avanzaba. Te veía llegar y todo el mar estaba en calma de nuevo y trataba de que todo pareciera normal, aunque en el fondo tú sabías. Me pregunté muchas veces por qué volvías pero no quería que te fueras. Sin importar tus razones, las mías eran sencillas. Mi pobre vida a la deriva encontraba en ti el modo de sentir un segundo de tranquilidad con una sola de tus palabras o una sola de tus caricias. A cambio de ello no importaba el resto de la tormenta. Si estabas, el azul índigo cobraba forma, si no, era nada en medio de una superficie blanca y desabrida. Y a pesar de eso, siempre el miedo terrible de que no volvieras cada que salías a la calle. En las noches despertaba sobresaltado y al sentirte cerca trataba otra vez de conciliar el sueño, a veces sin conseguirlo. Tú nunca lo ignoraste y sacabas ventaja de eso, jugabas al retraso imprevisto o a las desapariciones instantáneas para luego volver como si nada pasara porque sabías, siempre sabías, que estaría yo, esperando. Aprendiste que sólo con tu silencio yo lo cedía todo, comprendiste que una sola frase que dejaba en el aire tres puntos suspensivos era suficiente para que yo quedara derrotado. Jaque al rey. Y yo batallaba con mis pobres peones de azul índigo para defenderme y forzar al empate sin conseguirlo, esperando a cada nuevo embiste el insoportable jaque mate, el fin del juego para siempre. La llave seguía goteando indeclinable.

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