martes, 13 de mayo de 2008

Cuando abrí la puerta y vi al hombre que pronunció mi nombre con un paquete en la mano, sentí la indescriptible alegría de saber que la espera y la incertidumbre habían terminado. Firmé una nota de recibido y me lo entregó. Sin mirar los datos en el sobre, lo rompí con ansiedad, casi sin cuidado de no estropear lo que venía dentro. Después de largos segundos, pude al fin tener a mi alcance lo que el interior ocultaba. Una postal y una carta. Y aquellas frases impresas por docenas me parecieron las mejores del mundo. Ni siquiera me atacó mi abominación por lo cursi; los otros sentimientos estaban sobre aquello. Luego, desdoblé las hojas de papel y leí línea por línea. Cada frase eran una vorágine de revelaciones, de sentimientos, de realidades posibles. No decían nada de lo que hacías ahora, todo era en futuro y en la primera persona del plural que tan maravillosa me pareció a pesar de lo común de las expresiones. Al final, una larga despedida que imaginé sincera, aunque poco espontánea. Pasé de largo varios errores de tipografía y de la estructura en las ideas. Sobre ello prevalecía el hecho de al fin tener tus noticias y la confirmación de algunos sentimientos que, de tanta ausencia, comenzaban a hundirse en el olvido. Al terminar de leer la última frase, todo el encanto quedó desvanecido por completo. Cuando miré la firma, la sorpresa no fue mayor al desconsuelo. Entonces releí las líneas precedentes y ya no significaron la misma cosa. Por fin hice caso a los datos en el sobre que corroboraron lo que la firma y las palabras habían hecho antes. Eran para mí, pero no eran tuyas. Qué importaban entonces estas hojas que nada sobre ti decían. La tarjeta volvió a ser igual a aquellas que el día anterior compraron docenas de chicas en una tienda, igual de pedante, igual de absurda. El remitente no tenía ningún valor en mi cabeza y al pensarlo me sentí ridículo. Detrás de esas palabras, había también una persona esperando una respuesta que, con todos sus errores, con todos sus no significados para mí, había dedicado tiempo para poner en un papel lo que sentía e ido a la misma tienda que las otras chicas a comprar aquella cosa ordinaria escogida entre docenas y la había enviado con ilusión hasta mi casa. Sin piedad, quité a todo eso el valor que para ella tenía y lo puse en cualquier parte, sumado a una torre de papeles olvidados, mientras yo, egoísta y estúpido, volvía a esperar otra vez mañana el toque de la puerta, sin pensar más en una mujer que esperaba también el toque de la suya.

No hay comentarios: