Cómo era posible que me pidieras esto. Quién era yo para atreverme siquiera a pensarlo. Lo dijiste una noche de silencios y soledades, nada parecía diferente. Habíamos regresado a casa después de cenar lo que encontramos y todo seguía regularmente. Regresamos por la calle, uno al lado del otro, con esa distancia que estaba inherente en cada uno de nuestros actos. No teníamos ganas de hablar y no hablamos. Al entrar a la casa seguimos en silencio. Entré al baño, cuando salí llorabas y sólo repetí el ritual del abrazo que no permitía ninguna pregunta. Aprendiendo las formas de antes, sabía que cuando eso sucedía sólo el silencio era la respuesta. Ninguno diría nada hasta que todo pasara. Cuando la calma volvía hacíamos el amor sin detenernos a pensar en lo pasado hasta que el sueño te vencía. La mañana lograba cubrir con sus colores y su ruido el pálido matiz de la nostalgia y así aprendimos a vivirlo. Por qué aquella noche rompiste el silencio con esa frase insoportable. Por qué me volvías cómplice de una pena que siempre había sido sólo tuya. Me lo dijiste en un susurro que apenas si logré escuchar y pregunté otra vez pensando que era imposible y ya nada respondiste. Te dejaste caer sobre la cama con las rodillas en el pecho y las manos ocultas entre los muslos, mirando sin mirar en un punto que yo no distinguía en ese cuarto alumbrado por una lámpara de noche. Me acosté a tu lado sin atreverme a abrazarte, sin atreverme a nada, sin lograr pensar nada tampoco. No supe la hora en que te quedaste dormida ni sé si por primera vez el sueño te venció después que a mí. Cuando abrí los ojos ya no estabas. Fui al lugar de las notas. Otra vez, 7 vertical.
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