El mar estaba en calma. Los barcos se movían bamboleantes por las olas mientras los miraba. El ron en mi vaso también lo hacía entre los hielos. Tirado en el puerto, vi como se iba perdiendo un barco en el horizonte y lo medí entre los dedos. Luego lo presioné como a un mosquito. Ángela venía en el próximo como la guía turística de su grupo de ciegos. Su barco se fue haciendo grande venido desde más allá de la chingada.
—Estás pedísimo —fue lo primero que dijo al bajar—. Haz algo. Ayúdame con la maleta.
Me paré como pude y caminé sin saber si era yo el que arrastraba la maleta de rueditas o era ella quien me arrastraba a mí. La arena se me metía en los zapatos. Los ciegos me miraban.
—Diles que dejen de mirarme —. Los ciegos iban siguiéndonos.
—Cállate. Son ciegos, no sordos —. Y me golpeó con la palma de la mano en la nuca. Trastabillé pero la maleta me salvo de caer sobre las nalgas de una gorda. El vaso voló por los aires. Tenía razón.
No volví a hablar en presencia de ellos y trataba de hacer el menor ruido posible para que no me notaran. Pendejo. Mis pisadas para sus oídos eran como las sirenas que anunciaban un bombardeo. Mi olor a ron nunca fue tan evidente. Fueron a ver edificios viejos que Ángela les describía a detalle. Aquella mierda del siglo XVI era maravillosa así contada. Nos mostró un palacio increíble donde antes sólo hubo ruinas.
Esa noche cogimos en silencio con todas las luces prendidas. Con los ojos cerrados me devoré sus tetas sabor nostalgia. Me hundí entre los negrísimos pelos de su pubis. Cuando busqué a tientas mi vaso de ron, otra mano lo encontró por mí. Alrededor de la cama estaban todo el grupo de ciegos, mirándonos con sus verdes ojos abiertos, sin parpadear. Ángela sonreía divertida.
Me senté de un golpe en la cama y me cubrí con pudor la verga que ya cabía entre mis manos. Los otros tenían las manos extendidas, como si quisieran tocarnos.
—Como eres imbécil. Ellos no pueden verte —. Y separó mis manos pudorosas con las suyas.
Pero no. Era yo el que no veía nada. Ángela guiaba a todos los ciegos del mundo. Yo era el primero.
Cuando amaneció ya no estaban, ni ella ni sus pinches ciegos.
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