¿Y ahora, a quién carajo le cuento lo que ha pasado en el día? ¿Quién se atreve a preguntarme?
miércoles, 28 de mayo de 2008
El nuevo cuadro ocupaba todo mi tiempo. Por primera vez estaba por encima de otros intereses, por encima de ella misma. La minucia en los detalles me permitía pasar horas incontables dedicadas a retocar palmo a palmo cada color y cada trazo. Salía del estudio sólo a comer lo que encontraba para después volver al trabajo con obsesión. Algunas veces lográbamos encontrarnos a esas horas y coincidir en la comida. Hablábamos poco. Me preguntaba sobre mis avances y yo le trataba de explicar algo que tampoco comprendía. Le hablé un poco de mis viejas preocupaciones estéticas, que ella conocía de memoria, mientras fingía limpiar el mantel que yo había manchado. Algunas veces decía tener cosas urgentes por hacer y se iba antes de terminar la comida, otras se esperaba paciente, me recogía el plato y me hacía algún cariño en el pelo. Yo volvía a trabajar tratando de no pensar en nada y concentrarme en lo que hacía. Poco a poco la cosa frente a mis ojos tomaba forma y empezaba a invadir la tela. Se empezaba a volver la cosa distinta a la que yo había imaginado pero al fin yo cedía y dejaba que pasara sin dar marcha atrás sobre lo hecho, dedicado más a pulir los detalles que a trabajar sobre el concepto. Sólo me detenía cuando los ojos comenzaban a arder de tanto estar fijos en el mismo punto. Salía muy entrada la madrugada y, con pereza de repetir el ritual de la comida, me seguía directo a la habitación que para entonces ya estaba en penumbra. Me desvestía sin encender las luces y me dejaba caer del lado de la cama que me correspondía. Al meterme debajo de las sábanas podía sentir su cuerpo que se movía con inquietud al sentirme en el otro extremo. Para no despertarla, lo hacía con lentitud hasta quedar de costado dándole la espalda mientras el sueño me vencía. Dormía hasta tarde; cuando despertaba ella no estaba. Me preparaba un café y con la taza en la mano regresaba al estudio para continuar lo del día anterior. Las horas eran de pronto días y los días semanas. Entre esto alguna vez salía a caminar para probar un poco de sol y comprar cosas que se habían terminado. Regresaba por la tarde y me volvía a hundir en mi agujero y en mi cuadro. Cada día sentía más cerca el final y cada día me preocupaba más retocando detalles por los que antes había pasado mil veces. Entre más avanzaba, más retrasaba el término de la obra. Un día de rabia, en que mi pulso tembló y cometí un error imperdonable, quise destruirlo todo para recomenzar. No me atreví. Estiré la mano hacia la tela con furia y me detuve en el aire, temblando. Grité. Grité como nunca antes, escupí toda la mierda contra aquel cuadro insoportable, deambulé por aquel sitio arrancando todo a mi paso. Tiré libros, destrocé papeles, patee con todas mis fuerzas la puerta de madera. En medio del terremoto me solté a llorar como un niño. De hinojos en medio de la habitación destruida, con la cara entre las manos, me convulsioné presa de un llanto incontenible, gritando, babeando, meciéndome adelante y atrás sin control sobre mi cuerpo. Cuando las lágrimas dejaron de rodar seguían los gritos y las convulsiones. Lento, como va cayendo una hoja acariciada por el aire, me fue regresando la calma. Así me quedé presa del trance hasta que las piernas comenzaron a entumirse. Me fui levantando poco a poco para quedar aún de rodillas con la cara levantada. Como venido de un profundo sueño vi los estragos de mi tormenta. Caídos de los anaqueles, estaban los libros tirados y abiertos en el piso, los papeles esparcidos y arrugados, la paleta volteada boca abajo con restos de pintura por todo el cuarto, una pequeña escultura romana hecha pedazos; en medio de todo, el caballete levantado, como una esfinge que sobrevive a la más terrible destrucción, y yo frente a él, postrado, deshecho, derrotado.
lunes, 26 de mayo de 2008
Cómo era posible que me pidieras esto. Quién era yo para atreverme siquiera a pensarlo. Lo dijiste una noche de silencios y soledades, nada parecía diferente. Habíamos regresado a casa después de cenar lo que encontramos y todo seguía regularmente. Regresamos por la calle, uno al lado del otro, con esa distancia que estaba inherente en cada uno de nuestros actos. No teníamos ganas de hablar y no hablamos. Al entrar a la casa seguimos en silencio. Entré al baño, cuando salí llorabas y sólo repetí el ritual del abrazo que no permitía ninguna pregunta. Aprendiendo las formas de antes, sabía que cuando eso sucedía sólo el silencio era la respuesta. Ninguno diría nada hasta que todo pasara. Cuando la calma volvía hacíamos el amor sin detenernos a pensar en lo pasado hasta que el sueño te vencía. La mañana lograba cubrir con sus colores y su ruido el pálido matiz de la nostalgia y así aprendimos a vivirlo. Por qué aquella noche rompiste el silencio con esa frase insoportable. Por qué me volvías cómplice de una pena que siempre había sido sólo tuya. Me lo dijiste en un susurro que apenas si logré escuchar y pregunté otra vez pensando que era imposible y ya nada respondiste. Te dejaste caer sobre la cama con las rodillas en el pecho y las manos ocultas entre los muslos, mirando sin mirar en un punto que yo no distinguía en ese cuarto alumbrado por una lámpara de noche. Me acosté a tu lado sin atreverme a abrazarte, sin atreverme a nada, sin lograr pensar nada tampoco. No supe la hora en que te quedaste dormida ni sé si por primera vez el sueño te venció después que a mí. Cuando abrí los ojos ya no estabas. Fui al lugar de las notas. Otra vez, 7 vertical.
Alejandro se quedaba despierto con su vaso de ron en la mano mientras los demás caíamos derrotados uno a uno. Cuando volvía a abrir los ojos él seguía en el mismo lugar donde antes lo habíamos dejado, con su vaso que parecía no vaciarse nunca. Yo encendía un cigarro y me sentaba junto, tratando de escudriñar con mis pobres ojos mortales aquello que el veía con tanta atención en un muro de pintura carcomida. Cómo era posible pasar tantas horas sólo mirando aquello. Antes de que mi cigarro se consumiera yo ya había perdido todo el interés. Al principio llegaba a interrumpirlo con alguna pendejada hasta que comprendí que era imposible sacarlo del trance. Miraba, bebía en silencio sin despegar los ojos de nada, casi sin parpadear, y sólo se interrumpía cuando volvía a mirar el fondo del vaso que era preciso llenar de nuevo. Yo no existía. De pronto, después de minutos u horas, al fin parecía notarme y empezaba a hablar sin voltear a verme. No es el muro, querido amigo, es lo que está más allá de él, la causa última, la verdad primera. Usted se pierde en las manchas de humedad del cuarto, en las figuras caprichosas que la pintura que se cae de vieja hace, no se pregunta por nada más y es por eso que no encuentra la causa. Ahora mismo no entiende nada de lo que le está pasando porque cree que es incomprensible. Y lo es para usted. Sólo mira acontecimientos y actitudes desde su pobre perspectiva individual y trata de pensarlo todo desde lo que cree que es mejor o peor, ahí está su error. Entre los hombres hay razones múltiples, tantas que no se ajustan nunca a un mismo punto. Usted vive obsesionado con su problema estético y se engaña. El problema es aún mayor, es el encuentro con lo que uno anda siempre buscando sin encontrarlo nunca. Ah, ¿no lo sabía? Una lástima. Entérese. Nada de lo que uno hace basta nunca. Cuando crea que al fin ha encontrado el punto de equilibrio será justo cuando más tienda a no estarlo, seguirá avanzando hasta que ese minúsculo instante vuelva a romperse y ya no habrá punto de retorno. Cuando se dé cuenta, suplicará regresar al punto anterior y será imposible. Los actos realizados son inobjetables. A veces logrará darles un nuevo acomodo sobre la base de lo ya sucedido mas no sin esto. Usted piensa que al destrozar con violencia el error de su trazo comienza de nuevo y nunca es así. Recomienza. Ninguna violencia desvanece lo hecho y siempre se incorpora al nuevo intento. Es el fantasma que nunca ha de borrarse. Es el error que no comprende. Está ahí desde la primera vez que tomó un pincel en sus manos y aún antes. Detrás de su problema artístico está otro que subyace y mendiga en otro lado lo que no puede exigir a su propio arte. Pide respuestas que nadie va a responderle, ni siquiera usted mismo. Se engaña si piensa que Ella es el problema, atrás de todo se esconde lo verdadero, el problema fundamental: la existencia misma. Y le tengo noticias, amigo mío: el problema de su existencia no coincide de ningún modo con el de Ella. Mientras no lo comprenda seguirá siendo el mendigo que implora por acceder a un sitio que nunca ha sido suyo ni de nadie, porque hay fronteras imposibles de traspasar pues son el límite de uno mismo. Su mal lo ha sufrido desde el primer hombre hasta el último y lo seguirán viviendo las generaciones venideras hasta el fin de los tiempos, mendigando una verdad que está más allá de este muro que ninguno comprendemos.
Se quedó dormido, sin soltar nunca el vaso; yo sentía unos deseos terribles de regresar a mi casa y ponerme a salvo.
Se quedó dormido, sin soltar nunca el vaso; yo sentía unos deseos terribles de regresar a mi casa y ponerme a salvo.
domingo, 25 de mayo de 2008
Pedazo de carne, huesos y saliva, no sé si soy el que digo o el que piensas. En la terraza del desengaño, se acercará pronto el que no esperas. Y si eres capaz de comprenderlo, entenderás que ante ti yo no he sido, ni verdad ni sueño ni mentira, sino la imagen del espejo que revela el reflejo de la imagen que es la tuya, un poema a fuerzas construido, un dios sin templo venerado, el personaje de una novela sin nombre, la evocación de una esperanza, el hecho de tu vientre entre mis manos.
jueves, 22 de mayo de 2008
El día en que volviste no hice ni una sola pregunta. Te quité al abrigo mojado de lluvia y te preparé un café. Tú no me mirabas. Te quedaste eternamente perdida en el negro líquido que hervía. Rompí el silencio contándote del gato que no había probado la comida y del molesto goteo de la llave. Te incluí de nuevo a la vida como si nada pasara. Esa noche volvimos a compartir la cama y todas las cosas. En la penumbra lloraste cuando fingí que dormía. Al día siguiente, después del desayuno, caminamos por la calle como antes y te reíste igual que siempre de mis chistes idiotas. Estaba-mos felices. Regresó el ruido de tu risa a habitar las paredes y el azul índigo cedió a mi pincel inexperto. Me olvidé por muchos días de la 7 vertical del crucigrama y me concentré en encontrar en cada día un pretexto para reunirnos. La rutina diaria nos fue absorbiendo con ligereza y dejamos que todo siguiera su curso. El gato volvió a comer y los amigos no hablaron más del asunto de los cuadros con muros. Y una noche, en que todas las cosas parecían haber encontrado su justo equilibrio, en el último cigarro antes de dormir, tratando de suavizar lo más posible la pregunta, quise saber lo que había pasado. Imbécil. Mil veces imbécil. Regresamos desde entonces otra vez al juego del silencio. Estabas ahí pero no estabas. Siempre había algo más importante que hacer, siempre había una llamada que nos interrumpía, siempre un cansancio superior a las fuerzas. En vano las disculpas; cada una te pareció un reclamo y una culpa, cada modo de acercarme era aún más la lejanía. Cada que entraba sin verte iba directo a donde antes dejaste la nota, no encontrar nada era el ritual de revolver papeles para encontrar el fatídico mensaje, y entre menos encontraba mayor era mi desconsuelo porque comprendí que la siguiente vez te irías sin mensaje alguno y nunca sabría si esa noche ibas a volver, o nunca. Y cada ausencia era un dolor agudo en alguna parte del vientre y cada espera un reloj descompuesto que nunca avanzaba. Te veía llegar y todo el mar estaba en calma de nuevo y trataba de que todo pareciera normal, aunque en el fondo tú sabías. Me pregunté muchas veces por qué volvías pero no quería que te fueras. Sin importar tus razones, las mías eran sencillas. Mi pobre vida a la deriva encontraba en ti el modo de sentir un segundo de tranquilidad con una sola de tus palabras o una sola de tus caricias. A cambio de ello no importaba el resto de la tormenta. Si estabas, el azul índigo cobraba forma, si no, era nada en medio de una superficie blanca y desabrida. Y a pesar de eso, siempre el miedo terrible de que no volvieras cada que salías a la calle. En las noches despertaba sobresaltado y al sentirte cerca trataba otra vez de conciliar el sueño, a veces sin conseguirlo. Tú nunca lo ignoraste y sacabas ventaja de eso, jugabas al retraso imprevisto o a las desapariciones instantáneas para luego volver como si nada pasara porque sabías, siempre sabías, que estaría yo, esperando. Aprendiste que sólo con tu silencio yo lo cedía todo, comprendiste que una sola frase que dejaba en el aire tres puntos suspensivos era suficiente para que yo quedara derrotado. Jaque al rey. Y yo batallaba con mis pobres peones de azul índigo para defenderme y forzar al empate sin conseguirlo, esperando a cada nuevo embiste el insoportable jaque mate, el fin del juego para siempre. La llave seguía goteando indeclinable.
Los muros del alma
El mar estaba en calma. Los barcos se movían bamboleantes por las olas mientras los miraba. El ron en mi vaso también lo hacía entre los hielos. Tirado en el puerto, vi como se iba perdiendo un barco en el horizonte y lo medí entre los dedos. Luego lo presioné como a un mosquito. Ángela venía en el próximo como la guía turística de su grupo de ciegos. Su barco se fue haciendo grande venido desde más allá de la chingada.
—Estás pedísimo —fue lo primero que dijo al bajar—. Haz algo. Ayúdame con la maleta.
Me paré como pude y caminé sin saber si era yo el que arrastraba la maleta de rueditas o era ella quien me arrastraba a mí. La arena se me metía en los zapatos. Los ciegos me miraban.
—Diles que dejen de mirarme —. Los ciegos iban siguiéndonos.
—Cállate. Son ciegos, no sordos —. Y me golpeó con la palma de la mano en la nuca. Trastabillé pero la maleta me salvo de caer sobre las nalgas de una gorda. El vaso voló por los aires. Tenía razón.
No volví a hablar en presencia de ellos y trataba de hacer el menor ruido posible para que no me notaran. Pendejo. Mis pisadas para sus oídos eran como las sirenas que anunciaban un bombardeo. Mi olor a ron nunca fue tan evidente. Fueron a ver edificios viejos que Ángela les describía a detalle. Aquella mierda del siglo XVI era maravillosa así contada. Nos mostró un palacio increíble donde antes sólo hubo ruinas.
Esa noche cogimos en silencio con todas las luces prendidas. Con los ojos cerrados me devoré sus tetas sabor nostalgia. Me hundí entre los negrísimos pelos de su pubis. Cuando busqué a tientas mi vaso de ron, otra mano lo encontró por mí. Alrededor de la cama estaban todo el grupo de ciegos, mirándonos con sus verdes ojos abiertos, sin parpadear. Ángela sonreía divertida.
Me senté de un golpe en la cama y me cubrí con pudor la verga que ya cabía entre mis manos. Los otros tenían las manos extendidas, como si quisieran tocarnos.
—Como eres imbécil. Ellos no pueden verte —. Y separó mis manos pudorosas con las suyas.
Pero no. Era yo el que no veía nada. Ángela guiaba a todos los ciegos del mundo. Yo era el primero.
Cuando amaneció ya no estaban, ni ella ni sus pinches ciegos.
Esperé por unos días, tal vez algo pasara. Quise refugiarme en la rutina de cada día tratando de concentrarme en el azul índigo y encontrar la forma verdadera que buscaba. Por momentos, lograba desprenderme de todo y concentrarme en la minuciosa construcción de un cuadro que a cada nuevo trazo se volvía otra cosa distinta a lo que yo había imaginado. Por las tardes, las risas de los amigos hacían su trabajo. Mas siempre llegaba la noche y siempre el insomnio, y siempre las mismas teorías absurdas y siempre ninguna respuesta. Imaginé las cosas más terribles; la más sublimes también. De tanto pensarlas una de tantas debía ser verdad. Cuál de todas. Por más que lo pensara no lo sabría nunca hasta que tú lo dijeras. Si tan sólo supiera dónde estabas, tal vez iría a preguntar y decirte, No importa. Había sobre todas las dudas siempre una certeza: si te has ido es porque no quieres hablarme. Todo lo demás estaba supeditado a esto. Otro problema sin solución. Construí una respuesta para cada pregunta y un qué hacer en caso de. Eso me llenaba las noches hasta que el sueño me vencía. Para los otros estaba claro: me habías abandonado, nada qué hacer. Para mí no era tan sencillo. Que te fueras no implicaba un abandono porque estabas en el azul índigo y en la 7 vertical del crucigrama y en el jabón inexistente del aeropuerto. Estabas en los boletos de avión vencidos, en las dos mochilas idénticas y en los muros de una casa que no lograba quedarse vacía. Entonces no había tal abandono, había, en todo caso, el respiro de tu ausencia en todas las cosas. A veces creía que lo más importante era saber lo que pasaba. A partir de ahí sería más fácil tomar decisiones. Incauto. El cuadro estaba perfectamente definido, analizado, comprendido. Al momento de que el pincel comenzaba a deslizarse, todo lo anterior quedaba olvidado y desaparecía sin más. Al final era siempre otra cosa la que terminaba siendo. Y siempre también con ese error infame. Así trataba de construir, lógicamente, la serie de acontecimientos sucedidos, escudriñaba en los detalles algún indicio de este desenlace y cada cosa, por minúscula que fuera, tenía mil interpretaciones, desde la cosa más insignificante hasta la más grande de todas. Y ahí aparecía inevitable el fantasma de la duda. A cada cosa daba un valor específico, esto es grande, esto es pequeño, pero era yo el que lo hacía. Cómo saber si el valor que yo daba a cada una correspondía al valor que dabas tú. Para saberlo, tendría que irte preguntando una a una y confiar en que con sinceridad responderías. Y aunque así fuera, cómo saber que tú medías bajo los mismos parámetros y en el mismo sentido todo aquello. Imposible. Entonces, regresaba siempre al punto donde un muro se cruzaba frente a mí, del otro lado estabas tú, tal vez tratando también de encontrar el modo de derribarlo. Los dos sin conseguirlo. Y entonces se acababan las opciones. Claro, demos media vuelta y caminemos sin más. Respuesta sencilla. Pero cómo regresar al problema del azul índigo si a cada paso volvíamos siempre al caso del muro. Me dio por pintar muros del mismo color. Los pinte rotos o enormes, frontales o como una pequeña línea que dividía dos mundos ajenos. Los críticos y los amigos siempre venían a preguntar el sentido escondido detrás. Yo inventaba teorías estéticas de la división entre el arte y el mundo, entre el hombre y la realidad. Y todos aplaudían, y cada golpe de palmas era una bofetada contra mí mismo. Ni siquiera era una teoría original, la había leído en algún lado. Hubo una exposición que mi agente tituló “los muros”. En una revista se hizo un largo ensayo entre la coincidencia ideológica entre mis muros y the wall, reminiscencias a Berlín. Alejandro escribió, como un intento de provocar en los otros una sospecha, Los muros del alma. Un cuento que incluyó en el último de sus libros y que mandó a mi casa con la siguiente dedicatoria: Para mi nuevo lector y reciente amigo. Espero que este libro no lo decepcione de la literatura. Alejandro. Era todo lo que decía. Cuando pasé por aquel cuento, que era el último, comprendí la causa. No fui tan imbécil para llamar y agradecerle. Todo estaba dicho. 7 vertical.
miércoles, 21 de mayo de 2008
Día terrible. Entregué un cuadro que nunca me pagaron y no tuve ganas de discutir nada. Gente insoportable por las calles. Un periodista vino por la tarde a hacerme una entrevista llena de preguntas estúpidas. Concepto. Mis tendencias artísticas. Las influencias. Los cambios “radicales” en mis etapas creadoras. Fui contestando como pude, sin ganas, sin plena conciencia de lo que decía. Hasta ahí todo bien. Luego, para sus lectores, que se morían por saber, empezó a hacer preguntas personales. Fui evadiendo con ironías cada intento de inmiscuirse. Última pregunta. Se ha hablado de cierto viaje que canceló en el último minuto. Falta de tiempo, ataque creativo, el artista es presa de sus intuiciones. No lo convencí, pero logré que me dejara en paz. Sonó el teléfono varias veces; después de la tercera decidí descolgarlo. Sí, aquel entrevistador pendejo había dado en el clavo. Cuál era la razón oculta detrás de la huída imprevista. Tal vez una sola que era tan inconcebible como inevitable. Y yo rodeando la pregunta, evitando darme a toda costa una respuesta que por sí misma resolvería el conflicto. Si pudiera sólo no pensar y asumir el hecho sin ambages. Veritas maesta non est sed remedium non habet. Nada qué hacer. Y no obstante, esta mierda en la cabeza, girando sin cesar, sin darme un solo respiro, y este dolor en algún lado sin saber exactamente dónde, y esta mezcla entre rabia, tristeza y desesperación.
martes, 20 de mayo de 2008
Esa palabra. Esa palabra. Qué querrá decir esa palabra. La he oído tantas veces y nunca la comprendo. Es una orden que poco tiene que ver con nosotros. Es siempre desde el deseo de quien la pronuncia. Decimos cada día, Hola, Buenos días, y en verdad no deseamos que el otro tenga buen día, es nuestro modo de decir, Aquí estoy. También decimos, Hasta pronto, aunque pronto no sea nada. Quiero una manzana. Esto es una orden. La deseo aquí, ahora mismo, para comerla o mirarla o lo que sea, pero aquí y ahora. Lo mismo con todo. Quiero una casa, quiero un perro, quiero mirar la televisión. Siempre una orden, aunque no siempre se cumple, entonces se convierte en súplica. Te quiero, dijiste. Y sigo sin comprender para qué.
No te mueva, cabrón, o te carga la chingada. A ver, hijo de puta, suelta todo lo que traes. Anda, camínale para el callejón. Quién te dio permiso de hablar, eh. Hasta que yo te pregunte, pinche pendejo. Te dije que te callaras hijo de la chingada o quieres que te siga madreando. Puta madre. Y tanto hacerse pendejo pa’ eso. Pinches burguesitos, todos son iguales. Se paran el culo con sus viejas y no traen ni un peso en la cartera. Vale madre. Ves por qué te rompo el hocico a putazos, pendejo. Vete a la mierda, maricón. La patada en los huevos es para que ya no puedas tener más burguesitos como tú, pendejo de mierda. Y ni se te ocurra echarme a la tira que ya sé dónde vives y voy a chingarme a tu vieja que ha de ser una perra bien rica. Toma tu regalito de despedida, pinche puto. Adiós.
Desperté después de un sueño tranquilo. A esas horas de la mañana no era extraño el no verte, era la hora de ir a perseguir a las palomas. Me metí a la ducha entre tarareos de viejas canciones que sólo recordaba debajo de la regadera. Vestido con lo poco que quedaba disponible, fui a la cocina a comer algo. A lo lejos oí niños corriendo por la calle. Mientras bebía el cotidiano café matutino, encendí el televisor. Me impresionó mucho que la noticia del día fuera la inexistencia de jabón en los baños del aeropuerto. Dios, ahora tendríamos un conflicto internacional bastante sucio. Imaginé a una francesa cubriendo con perfume el inequívoco olor de la mierda en sus dedos. Seguramente los iraquíes, a la mitad de una emboscada, no dejaban de pensar en la solución a nuestro espumoso problema. Nota: incluir jabón de manos. Recuperado de mi sopor, probé resolver un crucigrama. El intento terminó en la 7 vertical: f. Mar. Estado del mar o del viento que constituye una amenaza para la navegación. Pensé en algunas; ninguna funcionó. Resignado a mi amnesia, o a mi ignorancia, lingüística, abandoné el barco. Pensé en las cosas que me faltaban para no dejar nada inconcluso. Hice 2 ó 3 llamadas. En la última me aconsejaron visitar a cierto personaje que me recibiría. Pedí un momento para buscar dónde escribir los datos. Vi la nota y me quedé perplejo. Anoté un nombre y una dirección a la que no di importancia y terminé la llamada en seguida. Lo siento mucho, de verdad, pero tengo que irme. Te quiero. Todo estaba intacto, no te habías llevado nada. No habías dejado nada tampoco.
domingo, 18 de mayo de 2008
viernes, 16 de mayo de 2008
La encontré el día en que todo siguió su curso. Leía absorta la historia de un crimen argentino. Todo pasó de pronto. Me dieron ganas de acercarme y fui para hablarle. Me contó de las viejas historias de su abuela y del violeta color de sus zapatos, de las noches secretas de su habitación y del brillante amanecer en la costera. Así había empezado todo. Me hizo creer que no existían los secretos, quedé inmerso en la más profunda de sus dudas. Esa misma tarde se hizo noche, luego día, y ya no hubo separación posible. Pasamos jornadas enteras conversando y las noches descubriendo el frágil lazo que ataba nuestras vidas. Entre el débil rubor de los pudores y la secreta nostalgia, revelamos el mundo paralelo de minúsculas coincidencias que al paso de las horas se volvieron inobjetables. En la tenue luz, a medias encendida, perdí los temores de la desconfianza. Sin metáforas, sin eufemismos, lo dije tal vez todo. No escondí ni aquel secreto que por años sólo fue un recuerdo mío. Sin querer, desdoblé hoja por hoja las fechas del viejo calendario. Repetí todos los nombres, develé cada memoria, le di forma a cada cosa. Las palabras se volvieron sentimientos que al pasar de cada hora tomaron forma de sentido. Mi antiguo código de no creencias se desvaneció con lentitud ante la opción de una esperanza. Fuimos juntos a recoger, del viejo cuarto, cuadernos y vestidos. En la mañana un café ya estaba esperando. Entre el amanecer y el medio día no fue posible la distancia. Nunca un insomnio fue tan grato, jamás un despertar tan placentero. Por primera vez pensé en presente, dejé el pasado en el baúl y el futuro para luego. Cuántos libros leímos juntos de tanto hablarlos, cuántas lenguas se volvieron una sola. El tiempo casi se detuvo. El secreto final, que todo inicio comprendía, quedó fuera de cualquier predicción posible. Y ya entonces, alcanzaba a percibir, sin ganas de pensarlo, el peligro inminente de la despedida.
martes, 13 de mayo de 2008
Cuando abrí la puerta y vi al hombre que pronunció mi nombre con un paquete en la mano, sentí la indescriptible alegría de saber que la espera y la incertidumbre habían terminado. Firmé una nota de recibido y me lo entregó. Sin mirar los datos en el sobre, lo rompí con ansiedad, casi sin cuidado de no estropear lo que venía dentro. Después de largos segundos, pude al fin tener a mi alcance lo que el interior ocultaba. Una postal y una carta. Y aquellas frases impresas por docenas me parecieron las mejores del mundo. Ni siquiera me atacó mi abominación por lo cursi; los otros sentimientos estaban sobre aquello. Luego, desdoblé las hojas de papel y leí línea por línea. Cada frase eran una vorágine de revelaciones, de sentimientos, de realidades posibles. No decían nada de lo que hacías ahora, todo era en futuro y en la primera persona del plural que tan maravillosa me pareció a pesar de lo común de las expresiones. Al final, una larga despedida que imaginé sincera, aunque poco espontánea. Pasé de largo varios errores de tipografía y de la estructura en las ideas. Sobre ello prevalecía el hecho de al fin tener tus noticias y la confirmación de algunos sentimientos que, de tanta ausencia, comenzaban a hundirse en el olvido. Al terminar de leer la última frase, todo el encanto quedó desvanecido por completo. Cuando miré la firma, la sorpresa no fue mayor al desconsuelo. Entonces releí las líneas precedentes y ya no significaron la misma cosa. Por fin hice caso a los datos en el sobre que corroboraron lo que la firma y las palabras habían hecho antes. Eran para mí, pero no eran tuyas. Qué importaban entonces estas hojas que nada sobre ti decían. La tarjeta volvió a ser igual a aquellas que el día anterior compraron docenas de chicas en una tienda, igual de pedante, igual de absurda. El remitente no tenía ningún valor en mi cabeza y al pensarlo me sentí ridículo. Detrás de esas palabras, había también una persona esperando una respuesta que, con todos sus errores, con todos sus no significados para mí, había dedicado tiempo para poner en un papel lo que sentía e ido a la misma tienda que las otras chicas a comprar aquella cosa ordinaria escogida entre docenas y la había enviado con ilusión hasta mi casa. Sin piedad, quité a todo eso el valor que para ella tenía y lo puse en cualquier parte, sumado a una torre de papeles olvidados, mientras yo, egoísta y estúpido, volvía a esperar otra vez mañana el toque de la puerta, sin pensar más en una mujer que esperaba también el toque de la suya.
Entré, encendí la televisión y la apagué en seguida. Fui a la cocina, abrí el refrigerador lleno de cosas inapetentes y volví a cerrarlo. Subí las escaleras y me metí al estudio. Revisé unas cuantas notas, rescaté algunos bocetos y comencé el ritual de prepararlo todo y empezar a trabajar. La paleta, los colores, el óleo sobre el caballete, la bata manchada y vieja. Mojé la punta del pincel con azul índigo e hice el primer trazo de derecha a izquierda, primero con fuerza, luego dejando que se desvaneciera lentamente hasta terminar en una línea imperceptible. Nada. Toda una mierda. Más que línea era una mancha asquerosa y trémula que estaba muy lejos de mis pretensiones. Pude intentar corregirla; no quise. Arranqué de un golpe todo, lo hice trizas con una furia inusitada y recomencé. Lo mismo pasó con el segundo y con el tercer intento. Cuando creí pasar del primer trazo, el segundo volvió a ser la misma cosa execrable de antes y me llené de desesperación. Rendido, dejé todo, me quité la bata y salí al pasillo. Me quedé mirando los cuadros de los muros. Todos como siempre, todos aplaudidos y ninguno me gustaba, siempre tenían algo que era imposible de resolver, un detalle imperceptible a los ojos de los otros y evidente para los míos, surgiendo por encima de todo lo demás. A veces pensaba en posibles soluciones que nunca funcionaban, o que sólo me hacían creer, temporalmente, que lo había logrado. Luego, volvía a aparecer ante mí el horrible e insoportable error de siempre, un estigma que cada día se volvía más y más pesado sobre mi percepción de las cosas y que en días como estos surgía a la luz de un modo aún más evidente. Veritas maestus non est sed remedium non habet. Entonces nada qué hacer. Queda el hecho de saber que esta cosa horrenda de cada uno estará ahí como una marca indeleble, casi un sello de mi obra. Mi obra, qué palabra. Lo que quiera que fuera, estaba ahí habitando todos los espacios. Me tiré en la cama tratando de no pensar en esa idea tenebrosa que me rondaba desde que crucé la puerta; fue imposible. Era la hora de costumbre y nada pasaba. Si una sola de mis ideas estúpidas era verdad entonces no habría nunca más “mi obra”. Imaginé escenas espeluznantes, violentas, de robos, de fugas, de disparos. Quizás algo menos que eso, tal vez sólo un autobús que no llega a tiempo o una charla que se alarga con alguien agradable, acaso una ausencia premeditada. Los cuadros llenaban todos los espacios pero la casa estaba vacía. Busqué de nuevo en cada cuarto y el eco de mis pasos fue quien respondió a mis preguntas silenciosas. Esperar. Esperar. Qué ansiedad tan intolerable.
lunes, 12 de mayo de 2008
Salimos y nos fuimos a su casa. Compramos lo que nos alcanzó para pasar la noche. Amablemente, nos hizo de cenar para seguir con la parranda luego. No son sólo colores mezclados ni imágenes precisas. Es siempre algo más. Por qué has elegido ese color, ese trazo. Hay siempre una razón, consciente o inconsciente. Es una búsqueda, en el mejor de los casos, un encuentro. Escucha a Morrison. Puedes notar como a cada nota va encontrándose. Se pierde sólo para encontrarse de nuevo. No importa si conoces el idioma en el que canta, te va jalando de todos modos, te va invadiendo el mundo que construye con su música. Siente cómo estás dentro del ambiente que crea, ya no eres un agente externo, un solo escucha. Eres parte de la música que te rodea, formas su creación, esa creación que fue antes de ti, que existió aun sin conocerte. Ahora que estás, tómala, también es tuya, también tu has contribuido a esos acordes. No son los mismos de la vez primera, son otros que suenan para nosotros ahora mismo. Y mira, estamos juntos, es cierto, en el mismo cuarto, escuchando la misma cosa, en el mismo lugar y tiempo, y no alcanza la coincidencia. Está sonando para ti en un sentido distinto al mío. Otras cosas te cuenta, otros mundos te construye, otras sensaciones distintas ha de crearte. Hay tormenta, sí, mas qué es la tormenta. Acaso el bramido del cielo, el aire girando, la lluvia incesante, las olas que se levantan implacables sobre los barcos. O es otra cosa. Y quién eres tú, tormenta, jinete o sólo un pobrecito que escucha. Para estar adentro tienes que ser jinete y tormenta a la vez o no serás nada. En qué piensas cuando pintas, chaval. Dejas que la obra te invada o sólo vas siguiendo las líneas de tu boceto infame. Si crees que eres tú quien guía al pincel no has entendido nada. No llegarás así muy lejos. Ah, ah, tormenta y jinetes en ella. Te das cuenta. Te das cuenta. Dentro de esta casa, dentro de este cuarto. Morrison. Tormenta. Jinetes. Casa. Cuarto. Mis palabras. Tu boceto infame. Todo dentro. Todo dentro. Aquí. Ahora mismo. Te das cuenta, pintorete, te das cuenta. No, no te das cuenta, no has entendido nada. Te has quedado sólo en el lenguaje que no entiendes, en las palabras que no conoces. Aunque las supieras, no sabrías nada. Piensas que el azul índigo de tu paleta es sólo azul índigo. Es tormenta, es jinetes, nuestra tormenta, nuestra tormenta. Truenos. Lluvia. En esta casa. En esta casa. Qué es esta casa, pintorete, son acaso las paredes, los muebles, nosotros en ella. O algo más. Quién eres tú. Morrison. Tormenta. Jinete. Azul índigo. Boceto infame. O algo más. O algo más. Y el otro. Y el otro. Dónde está el otro.
sábado, 10 de mayo de 2008
Mi nombre, mi nombre, cuál de todos es mi nombre. Acaso el que oí por primera vez de los labios de mi madre, y que no supe comprender, o el que gritaban los chicos cuando el balón estaba listo para ser golpeado o el que me susurró aquella chica del beso primero. Aquél que iba después del título universitario o el que estaba escrito en la cartilla militar. El que acuñaste tú a fuerza de abrazos, caricias o lágrimas. El que escriben los cronistas completo y rimbombante en la sección de la cultura. El que está escrito en los diplomas de las paredes. Ése con el que firmo cada cuadro y cada esquela y cada nota. El que me pusieron las cosas que hago y dan cuenta de mis oficios, de mis manías, de las percepciones que tienen los otros de mí mismo. El que dice la voz que pregunta por mí del otro lado del auricular para la próxima entrevista. Éste que el cúmulo de aplausos proclama. O será tal vez el que he acuñado paso a paso. El nombre con el que me bautizaron los días, los años, las tristezas. Ése que me repite el espejo cada noche, éste que el viento sopla cuando entra por la ventana. El que quedará escrito sobre una piedra incluyendo la fecha del inicio y la del fin. Cuál de todos ellos sabe llamarme. Cuál de todos hace que voltee la cara al escuchar la voz que me convoca por la calle. Cuál de todos, qué palabra me describe, me define y sabe nombrarme. Será alguno, serán todos, será ninguno. Cuál, cuál de todos es mi nombre. Cuál, cuál de todos es el tuyo.
miércoles, 7 de mayo de 2008
Lo primero que vi al entrar fue al anciano decrépito que me miraba sin verme. Sin hacer caso, me seguí de frente para indagar un poco sobre el asunto que me interesaba. Después de algunos minutos en que la mujer del mostrador miró con minucia en varias listas, di las gracias y salí. El viejo seguía mirándome. Al día siguiente regresé. Era desagradable ver por segunda vez al mismo hombre, en el mismo sitio, con la misma sorna. La mujer hizo sistemáticamente la misma revisión, esta vez aún con menor esmero. Así, regresé cada día durante tres semanas. A partir de la cuarta, empecé a hacerlo cada tercero, luego, una vez cada tanto. De la emoción primera, pasé al enojo, del enojo a la desesperación, de la desesperación al desaliento, de ahí a la rutina. Siempre la misma calle, siempre la misma hora, siempre la maldita mirada del viejo, siempre la estúpida mujer, siempre nada.
Dejé de ir el día que supe quién era aquel hombre, una tarde en que después de mi visita cotidiana decidí entrar al bar de la acera de enfrente. Desde entonces regresaría cada semana, pero seguía de largo al bar donde conocí a Alejandro. Fue él quien me contó que aquel viejo insoportable era un coronel retirado de la legión de honor que llevaba sentado ahí desde tiempos inmemoriales. Cuando lo supe, sentí una ira absurda, luego miedo, luego tristeza, porque comprendí que me miraba como a él antes lo habían mirado otros, antes de los inmemoriales tiempos .
Dejé de ir el día que supe quién era aquel hombre, una tarde en que después de mi visita cotidiana decidí entrar al bar de la acera de enfrente. Desde entonces regresaría cada semana, pero seguía de largo al bar donde conocí a Alejandro. Fue él quien me contó que aquel viejo insoportable era un coronel retirado de la legión de honor que llevaba sentado ahí desde tiempos inmemoriales. Cuando lo supe, sentí una ira absurda, luego miedo, luego tristeza, porque comprendí que me miraba como a él antes lo habían mirado otros, antes de los inmemoriales tiempos .
martes, 6 de mayo de 2008
Insomni
El problema del insomnio no es no poder dormir, ni siquiera este cansancio crónico que me invade cada día. Tampoco andar como una especie de fantasma deambulando por la calle y hacer un esfuerzo sobre humano para estar atento, parecer gracioso y hasta inteligente. Mucho menos el hecho de que cuando todos los demás están dormidos uno sigue en la vigilia. El verdadero problema es que siempre hay muy pocas horas para seguir soñando y hay que estar despierto, siempre despierto.
Malas noches
Jorge Ibargüengoitia
(tomado de Viajes en la América ignota. Agradecimiento especial a Doña Rosario del Huerto que hizo el favor de enviármelo.)
Los insomnes son gente que vive cultivando el sueño, que no toca la carne de puerco, que no prueba el café después de anochecido, que cena ligero y temprano, que procura no tener altercados después de las ocho de la noche, ni leer nada que le parezca demasiado interesante; gente que se retira a su cuarto a las diez "porque tiene que dormir a pierna suelta" y que pasa la noche en vela, entre un coro de ronquidos, dando vueltas en la cama, imaginando traiciones o inventando problemas de ajedrez.
Como es natural, de tanto sufrir algunos de ellos se vuelven geniales. Escriben novelas en las que los héroes no logran conciliar el sueño y los villanos duermen beatíficamente, o bien novelas llenas de descripciones oníricas, improbables. Otros, en las desveladas, inventan teorías que explican la mutación de la hormiga, nuevas palancas de velocidades o nuevos sistemas de cimbrado.
Pero tanto los que tienen vigilia estéril como los que la tienen productiva, se quejan de ella y dicen que no hay peor maldición que la de no poder dormir. Atribuyen la tendencia a quedarse con la boca abierta y roncando a la falta de imaginación del sujeto, pero en el fondo lo envidian.
Otra peculiaridad que tienen algunos de ellos —la más desagradable— consiste en que en vez de quedarse en un cuarto oscuro, resignados a su mal, hacen todo lo posible por quitarle el sueño a quien no lo padece.
Jorge Ibargüengoitia
(tomado de Viajes en la América ignota. Agradecimiento especial a Doña Rosario del Huerto que hizo el favor de enviármelo.)
Los insomnes son gente que vive cultivando el sueño, que no toca la carne de puerco, que no prueba el café después de anochecido, que cena ligero y temprano, que procura no tener altercados después de las ocho de la noche, ni leer nada que le parezca demasiado interesante; gente que se retira a su cuarto a las diez "porque tiene que dormir a pierna suelta" y que pasa la noche en vela, entre un coro de ronquidos, dando vueltas en la cama, imaginando traiciones o inventando problemas de ajedrez.
Como es natural, de tanto sufrir algunos de ellos se vuelven geniales. Escriben novelas en las que los héroes no logran conciliar el sueño y los villanos duermen beatíficamente, o bien novelas llenas de descripciones oníricas, improbables. Otros, en las desveladas, inventan teorías que explican la mutación de la hormiga, nuevas palancas de velocidades o nuevos sistemas de cimbrado.
Pero tanto los que tienen vigilia estéril como los que la tienen productiva, se quejan de ella y dicen que no hay peor maldición que la de no poder dormir. Atribuyen la tendencia a quedarse con la boca abierta y roncando a la falta de imaginación del sujeto, pero en el fondo lo envidian.
Otra peculiaridad que tienen algunos de ellos —la más desagradable— consiste en que en vez de quedarse en un cuarto oscuro, resignados a su mal, hacen todo lo posible por quitarle el sueño a quien no lo padece.
lunes, 5 de mayo de 2008
Toque esta hoja de papel. Sienta su textura lisa. Recorra con las yemas de los dedos la superficie, pasee por los bordes sin cortarse. Estire el papel imprimiendo un poco de fuerza al movimiento, agite la hoja varias veces. Escuche ese insistente crujir de hoja, ese tronar como de cielo encapotado. Ahora, acérquela a su rostro, paséela por las mejillas. Aspire el olor que ha quedado del árbol de donde ha surgido y de la tinta que en ella se ha posado. Mire esas pequeñas manchas negras que se van haciendo letras, sílabas, palabras. Recorra con sus ojos cada línea con la lenta melodía que hay en ellas y saboreé cada vocablo. Encuentre en cada frase el sentido evidente, escudriñe el más oculto. Vaya lejos, tan lejos como es posible ir y aún más allá. El texto contiene palabras que se hacen oraciones, que conforman ideas. Hay sí, una historia, por encima de ella un sentido, una razón para ser contada. Detrás de lo aparente, surge en todas las cosas el más profundo de los significados. Imagine una puerta cerrada que algo esconde detrás. Sabemos que si abrimos encontraremos un cuarto, no sabemos el tamaño, el color de las paredes, si está con muebles o vacío, si estará solitario o acaso con una persona en él. Tampoco sabemos quién puede ser esa persona, de que edad o cómo viste, y aún al verla no podremos adivinar demasiado hasta hablar con ella. Tal vez entonces, podremos conocer su nombre, su ocupación, los rasgos generales de su vida. Mas, cómo meternos más adentro, ir a lo más profundo, al más recóndito de los subterfugios. Cómo descubrir su causa última, su motivación primera. No mire; observe, aspire, deguste, palpe, escuche. Deje que los sentidos todos conformen el concepto de la realidad. Cuando lo consiga, estará listo para dar el paso hacia algo aún más grande, donde los sentidos no alcanzan para tocar otra realidad que está por encima de esta misma que ha creído verdadera. Donde la mesa es algo más que la mesa, donde la hoja es algo más que la hoja, donde las líneas son algo más que las líneas, donde un hombre es algo más que un hombre, donde el objeto se vuelve algo más que una cosa. Hay algo ahí. Dígame lo que es.
Cuando entré te encontré llorando. Me acerqué y te pregunté lo que pasaba y no contestaste. Te lanzaste a mi pecho y te acurrucaste en él, sollozando por una razón desconocida. Estúpido, volví a preguntarte y nada respondiste. Pasamos mucho tiempo abrazados, tú llorando y yo esperando sin saber el qué. Silencioso, me mantuve cerca, esperando, pensando causas y teorías que no podría adivinar nunca. No había un motivo que quisieras decirme o que yo fuera capaz de comprender o siquiera tú misma. No había sollozos, sólo silentes lágrimas escurriendo por tu rostro. Abrazados como estábamos, sentí la más inmensa de las lejanías. Tu cuerpo estaba cerca; toda tú a años luz de distancia, habitando un paraje tan alejado de mí que fui incapaz de entrar en ese mundo tuyo que me era negado de antemano y que sólo provocaba que yo me internara en el mío, porque antes de tus emociones incomprensibles y ajenas, estaban las mías, no tan ajenas pero igual de incomprensibles. Estaba yo, ahí, abrazando un cuerpo que no me pertenecía, consolándolo de penas que era incapaz de concebir, sintiendo una infinita tristeza por no pertenecer a tu mundo de nostalgias, burlado casi por tu melancolía inaccesible, queriendo meterme dentro y mirar con tus propios ojos y comprenderlo todo. Entonces, me di cuenta que era un juego empatado; jamás comprenderías mis nostalgias tampoco, eran tan ajenas para ti como para mí las tuyas y nunca dejarían de serlo. Juntos o distantes, andaríamos los dos con nuestras tristezas y nuestros mundos a cuestas, y en ese intersticio que nos dejaran nuestras respectivas nostalgias o alegrías, podríamos reunirnos por breves lapsos, tan breves que al cotidiano transcurso de los días resultarían imperceptibles y que, cada uno de nuestros actos, individuales o comunes, estaban dictados por nuestra propia percepción del mundo que muy raras veces coincidiría. Esa era la tristeza mía y esa mi melancolía. En aquel día usurpaban mi tiempo y mi espacio aquellas tristezas tuyas. Tú llorabas, yo trataba de consolarte y de consolarme a mí mismo, sin conseguirlo.
Hello, my darling, comment ça va, mon cher? Ven que te presento con mis amigos que adoran tus cuadros. ¿No es divino? Ay, que cool es conocer gente como tú, baby, porque hay cada tipo que, hello, ni como ayudarlos, my heart. Cuándo me haces un cuadro, dear, I promise que seré una gran modelo. Qué te parece esta pose, honey, o ésta otra. Ay, sí, sí, sería beautiful ser la próxima Diana, pero no me vayas a poner toda gorda como la Maja de Dalí, eh. Ash, my sweet, no seas escrupulosito, Goya, Dalí, qué importa, el chiste es que no me vayas a poner toda horrible, porque quiero ser la nueva inspiración de los artistas, mon amour, y tú tendrás el privilegio de lanzarme a la fama. Ay, qué te parece si dejamos a todos estos losers y nos vamos, tú y yo solitos, a mi depto y te invito unos drinks para platicar de mi cuadro, my love. Ash, que malo eres, me voy a enojar contigo, I promise que la pasaremos nice, te hago un rico masajito para quitarte la tensión del día, my life, y tal vez ensayamos un poquito la pose del cuadro, qué dices, hermoso. Bueno, pero júrame que llamas, tengo tu promesa, my heaven. Ciao, bambino, te portas super super cool y no te olvides de llamar, estaré esperando, ¿okay? Ay, nada, amiga, este pobre loser que se muere por pintarme desnuda, hello, que se consiga a una de esas y que entienda que yo soy una reina inalcanzable. Pues quién ha pensado que soy, el muy estúpido.
domingo, 4 de mayo de 2008
Meticulosamente, juntamos los documentos para el pasaporte. Luego, compramos docenas de guías y pasamos semanas eligiendo un destino. Cuando al fin lo decidimos, revisamos mapas, hoteles, trenes y lugares. Ni un solo detalle quedó fuera del programa. Hicimos cuentas exactas y un fondo de ahorro para el viaje, considerando la cantidad suficiente de dinero para que no faltara nada. El día que tuvimos los boletos fuimos felices; era la prueba física de todos nuestros esfuerzos. Compramos 2 mochilas idénticas, botas para caminar con comodidad, también la ropa según la época del año y todo lo que creímos necesario. Una semana antes, organizamos una reunión con amigos en una suerte de despedida. Tuvimos mil consejos; nada que no hubiéramos planeado nosotros. Las maletas estuvieron listas con muchos días de anticipación. Pasaría mucho tiempo antes que decidiera por fin sacar todo lo que tenían dentro.
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