lunes, 10 de marzo de 2008


En las pequeñas y azules llamas de la estufa, la mañana posterior a tu muerte, quemé las cartas y los libros. Tu carnet de identidad crujió y el pasaporte, sin un solo sello, se consumió en volátiles cenizas. Los restos de tu ropa también probaron el fuego junto al dibujo a lápiz de pómulos desiguales. Tardé breves, eternos, instantes para al fin lanzar la última de tus fotos; no pude evitar un suspiro cuando los ojos y la sonrisa triste se desvanecieron. Tomé unas cuantas cosas mías, las metí en una de las dos mochilas idénticas y salí de la casa. Un insistente recuerdo de ti quedaba en mi memoria mientras avanzaba por la calle. Las semanas siguientes, hurgué los diarios buscando la noticia de tu cuerpo encontrado y las divagaciones petulantes del cronista. Nada. Ni una mención, ni una sola nota. Entonces me embargó la tristeza de tu olvido, de tu inexistencia para todos. Después, el tiempo se encargaría de provocarlo en mí también, día con día, hora tras hora, hasta que fueras sólo una idea, sólo un nombre, luego nada.

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