martes, 4 de diciembre de 2007

Zarpazo de nostalgia


"… toda negligencia es deliberada,
todo casual encuentro una cita,
toda humillación una penitencia,
todo fracaso una misteriosa victoria,
toda muerte un suicidio."
J. L. Borges.


¿Y no será que la única verdad posible
sólo habita dentro de nosotros mismos?

La realidad y la ficción se confabulan, diez años después, para crearme una nueva memoria, sino verdadera, acaso verosímil. Busqué testigos sin encontrarlos, vagué por ciudades bulliciosas, interminables. Al cabo, perdida la esperanza, me sumergí en el grisáceo mundo de la desesperación tranquila.
Mi idea de entonces era ser escritor. El tiempo y las circunstancias me hicieron renunciar a ella, como a muchas otras cosas a las que intenté aferrarme, más por necedad que por convicción, a lo largo de mi vida. La inexperiencia y la falta de oficio dieron por resultado tres o cuatro cuentos dignos del olvido, docenas de hojas con textos sin terminar y el inicio de una novela que se desvaneció en el intento.
A mediados de julio del 14 decidí mudarme. Convencido de que la esperanza de cambiar un país era una más de las mentiras en las que habíamos caído todos, salí de la agencia de viajes con la única certeza que llevaba en el bolsillo: un pasaje sólo de ida a Madrid para la siguiente semana. La causa de mi elección fue la coincidencia lingüística. El resto era una incertidumbre tan cotidiana que ni siquiera fue capaz de sorprenderme.
Los días antes de la partida transcurrieron igual. Con la conciencia del viaje sin regreso, más para sacar de una vez por todas algún vestigio de añoranza que por la debilidad de la notificación, decidí llamar al único amigo que había mantenido hasta entonces. En un bar cualquiera de la ciudad, recibió la noticia sin sobresaltos. Confirmé que ya lo sabía. No tuve la estupidez de preguntar cómo podía conocer una noticia que yo no había dicho a nadie. Él lo había sabido siempre, del mismo modo que supo de mis erratas antes de cometerlas y de esa manera mía de tomar decisiones falsamente imprevistas. Adivinando también la causa de nuestra cita, antes del segundo trago ya hablaba de nuestros tiempos de escuela, de borracheras coincidentes y de mis clases fallidas de francés. No era necesaria esa historia para que yo descubriera cómo sabía las cosas antes de que sucedieran.
La memoria nos hizo descubrir que conocíamos a todas las mujeres que él recordaba; a algunas tanto que las compartimos sin darnos cuenta. Él sabía todos los nombres, yo ninguno.
Así, de entre vagas evocaciones y el humo de un par de cigarrillos a punto de consumirse, tan nítida y clara como la imagen de la mujer que nos llenaba las copas, apareciste.
Tu presencia era un baile de escenas de otros tiempos, tu voz repitiendo mi nombre se escuchaba por encima de las discusiones ebrias a mi alrededor. Apenas, como un susurro, dije el tuyo y me sumergí en un recuerdo que estaba por encima de los que hasta entonces me habían atravesado. Él me miró con desconcierto. Parecía la primera cosa de la que se sorprendía en toda la jornada. Helena, volví a decir deletreando tu nombre al mismo ritmo que te miraba pasar frente a mis antiguos ojos.
—¿Qué Helena? —preguntó alzando la mirada de un vaso que estaba a punto de quedar vacío.
Sus palabras rompieron el trance. Tu imagen se disolvió de pronto y en su lugar volví a ver a una mujer llenando de nuevo los vasos y el rostro de un hombre que hacía una pregunta inesperada.
—¿Has dicho docenas de nombres y, en cambio, no eres capaz de recordar el único que yo no he olvidado? —se lo dije como un reclamo, porque era cierto.
—Las recuerdo a todas —me contestó sin cambiar el tono de la voz—. A Helena, no, porque no existe.
La frase final fue una sentencia. En vano le removí los recuerdos. Le hablé de aquella vez donde llegamos, tú y yo, tomados de la mano para encontrarlo en un bar de mala monta semejante a éste, de las tardes interminables en que yo no hacía otra cosa que hablarle del timbre dulce de tu voz, de tus palabras alargadas en un español casi argentino, de tu sonrisa infinita, de tu blanca piel y tus ojos negros que me consumían. Nada. Él no hacía ni el intento, seguro de que todo aquello que yo le decía era otro invento de mis noches de insomnio. No conseguí convencerlo de lo contrario. Siguió citando recuerdos que me parecían más falsos que los míos y ninguno de ellos pude evocar con la misma precisión que el de tu rostro que danzaba en mi cabeza, que el de tus palabras que se sobreponían a todos los demás sonidos de un lugar que comenzaba a desvanecerse. La realidad ya era otra cosa que en nada coincidía con la de esas mesas impersonales y esos diálogos absurdos. Tu silueta invadía la escena, tu risa lo llenaba todo. Con mis ojos de entonces podía mirarte, con tu rostro muy cerca del mío. Podía sentir el calor de tu cuerpo, mis brazos rodeándote, estrechándote contra mí para que no te escaparas nunca, mis dedos deslizándose por tu cabello, mirando un mar que al fin nos había reunido.
— En verdad no la recuerdo —me dijo a modo de disculpa mientras nos despedíamos. Yo le palmeé el hombro sin decir nada.
No nos prometimos ni falsos reencuentros ni cartas que nunca escribiríamos. Al despedirnos, caminé por calles que a esa hora comenzaban a estar desiertas. Mis pasos avanzaron sin rumbo tratando de comprender por qué decía no conocerte cuando yo estaba seguro de lo contrario. Lo extraño era que él tenía derecho de no recordarte, no obstante, había algo en todo aquello que me incomodaba confusamente.
Las siguientes horas tu recuerdo no me abandonó ni un instante. Al llegar a casa volvió a invadirme de forma tan irresistible que terminé por entregarme a él, tendido sobre mi cama, con los ojos fijos en el techo. Te miré mirándome, te sentí cerca, tan cerca que escuche el aire escapando de tu nariz y bañándome la cara con tu aliento. Delineé tu rostro con mis manos y seguí el curso de cada una de sus líneas. Navegué por tu piel que se revelaba ante mí como una verdad sin dudas y hallé el brillo de tus pupilas que me miraban desde dentro, más allá de ellas mismas, y tú mirabas en las mías algo más que tú reflejo. Eras dentro de mis ojos más que una imagen. Atravesabas el tiempo y el espacio, viajera incansable volando sin alas, venías de una distancia más grande que el mar. Te miré llorar y lloré contigo, y las lágrimas no eran de tristeza. Eran dos ríos que te humedecían el rostro y que yo secaba con mis labios. Cerré los ojos y con mis manos continué reconociéndote, con mis dedos que te dibujaban, con mi boca que buscaba la tuya y ahí estabas, tan real como la cama que te recibía, tangible y cierta, llegando de un lugar que yo no podía comprender, volando me llevabas contigo sobre una ciudad cubierta por la oscuridad de la noche. Nos alejamos los dos hacia un lugar desconocido, lejano, y yo no sentía miedo, porque eras tú la que me guiaba. Así, con éstas y otras cosas, nos sorprendió el amanecer.
Faltaban dos días para partir. La salida sería el sábado a las once y ya era jueves. Con la urgente necesidad de la confirmación, hice un par de citas más, con gente que no frecuentaba, usando el pretexto de la despedida. A todos les hablé de ti y nadie pudo recordarte. Referí lugares, días específicos y precisé bromas que tú hacías con ellos. El resultado fue el mismo que la primera vez: acabaron por creer que yo quería confundirlos. Entonces, me embargó de nuevo la nostalgia. Me atacó de improviso como una fiera que espera escondida en el bosque el momento justo para atrapar a su presa. Ahí estaba yo, a la intemperie, desarmado, sin ganas de huir, esperando ser devorado sin remedio, y la vi abalanzarse sobre mí y sentí que de un solo zarpazo me atrapaba.
El resto del día lo dediqué a buscar algún indicio de tu existencia. Registré en viejas agendas, en directorios reencontrados, cualquier cosa en donde apareciera tu nombre. No estabas más que en mi recuerdo. Podía ver cada una de las escenas donde aparecías, pero era incapaz de comprender la causa o el momento en que nos separamos. El hecho se había desvanecido de mi memoria por completo, del mismo modo que había desaparecido cualquier rastro de ti en la mente de los otros. Pude olvidarme de todo; no quise. En medio de mi delirio, me exigí la comprobación de esa memoria que me negaba a reconocer falsa. Volví a llamar a mi amigo con la absurda petición de un documento que era improbable que él tuviera. Deseaba oírlo decir que el olvido anterior era imperdonable, que al llegar a su casa lo había recordado todo. No sucedió. Me prometió buscar entre sus cosas aunque yo mismo estaba seguro que no lo encontraría.
Las maletas aún no estaban listas y mi interés por hacerlas era nulo. Preferí recorrer lugares por si acaso alguno me daba indicio de tu paradero. Así visité lugares irreconocibles por el paso del tiempo. En cada uno de ellos te volví a encontrar caminando hacia mí, te miré de nuevo con tu pelo alborotado por el viento, te sentaste en mi mesa y me hablaste, jugué con tus manos muchas veces, nos reímos de este país que estábamos a punto de abandonar por tiempo indefinido, te descubrí entre miles de personas, seguí tu aroma que no se extinguía a lo largo de la calle y una pareja bailaba tango detrás de una ventana y también estabas tú en la mujer que bailaba. En todos los rostros apareciste y en todos los nombres y en todas las manos y en todas las cosas. Regresé a casa y fuiste tú quien abrió la puerta. Cuando el sueño me venció, ahí estabas, impasible.
El ruido del teléfono me despertó de golpe. A tientas encontré el auricular. Del otro lado, una voz conocida me invitaba a desayunar diciendo que tenía algo que obsequiarme. Me vestí como un autómata. A las once, me encontré con la mirada de un hombre que supe en el acto que algo escondía. Comimos casi en silencio. Después, con un interés simulado, me preguntó por mis motivos para dejar el país. Le contesté cualquier cosa que improvisé sin ganas, sabiendo de sobra que él mejor que nadie conocía las razones para irme, no del país, sino de algo aún más grande. Estaba a punto de despedirme, cansado de un interrogatorio que no nos conducía a nada, cuando él soltó la frase a quemarropa:
— Háblame de Helena.
Un atisbo de esperanza me revolvió el estómago. Volví a contarle todo cuanto había dicho la primera vez sin omitir detalles. Agregué los nuevos recuerdos que me habían bombardeado después y en los cuales él también aparecía. Lo miré sin preguntar nada. Más allá de la voz, mis ojos eran un grito desesperado que suplicaba una respuesta.
— Sí, sé quién es, pero ese no es su nombre.
Al contrario de lo que yo esperaba, su respuesta me pareció una broma de mal gusto. Me extendió sobre la mesa un montón de hojas amarillentas y con manchas de humedad. Envuelto en una inercia inexplicable, tomé los papeles. Las manos me temblaban. Sin que yo pudiera leerlos, se levantó y, a punto de irse, dijo lo último que pude escucharle:
— La cuenta está pagada, ojalá encuentres lo que buscas.
Se alejó. No pude reaccionar. Antes de conseguirlo, él ya no estaba. Se había esfumado como un fantasma entre las sombras.
Todo daba vueltas mientras leía. Las hojas, escritas con mi puño y letra, eran una revelación inexplicable. Narrada por mí estaba tu historia, cada detalle, cada cosa que recordaba y aun aquellas que había olvidado. En capítulos se dividían encuentros y desencuentros, tu ser se construía en cada oración, en todos los párrafos eras ella, eras tú. Yo el amante que te perseguía incansable, tú huyendo o dejándote atrapar algunas veces, encontrándote en los lugares más insólitos, en los momentos más increíbles, en mitad de una isla rodeada por la nada donde éramos los únicos sobrevivientes y donde la única muerte posible era tu ausencia. Tu nombre, en efecto, no era el que yo recordaba, sino María, en el idioma sagrado. El texto estaba firmado con el mío. El título hacía referencia al ataque de nostalgia por una mujer que se volvía verdad a costa de recuerdos y estaba fechado el día veintisiete de julio del dos mil cuatro, exactamente diez años atrás del día en que yo volvía a leerlo, gracias a alguien que lo había rescatado del olvido.
Logré terminar el rompecabezas de tu recuerdo esa misma noche. Destruí papeles guardados durante años para no dejar nada que me hiciera volver. Entre ellos apareció un sobre, tan viejo como los papeles con tu historia que ya había guardado en la maleta. Fue inesperado puesto que antes revolví ese mismo lugar tratando de hallar algún vestigio de ti y entonces no había encontrado nada. Estaba vació. En el reverso, estaban tu nombre hebreo y tu apellido italiano (así comprendí tus palabras alargadas en un español casi argentino), con una letra que no era mía. Debajo, una dirección que no podía asegurar si era verdadera. Tomé el sobre y en él metí tu relato. Supe entonces que nada de lo que buscaba estaba en Madrid y que podría vagar por el mundo entero, por cientos de ciudades y, al final de todo, me vería tratando de alcanzar siempre tu calle, tu casa, tu número, tu puerta.

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