Érase una vez en que todos los relojes quedaron detenidos. Desde el de la catedral hasta el de la cocina. Mi reloj de pulso fue el primero. Y aquella vez la primera en que todo fue magnífico. El invierno no llegó, ni la soledad ni el hastío. Jugamos a jugar y mi nombre era el de todos y todos eran el mío. El sol brilló hasta arriba sin quemarme, en medio del mundo estaba y en cualquier punto y a cualquiera podía dirigirme. La espera no lo era más, tampoco la incertidumbre. Y conmigo estaban Gustavo y Jaime y todos, y volamos mil pelotas a la casa vecina y siempre hubo mil más como si aquellas se multiplicaran. También estabas tú y no te fuiste nunca. Mamá llegó a mirarme, sin sus ojos de vejez y de tristeza, y se rió conmigo de nuevo viendo aquella película que nos desbordó la carcajada. Y eso era el mundo. Y Jean Valjan encontraba a Cosette y la llevaba con Fantine y Garrik no era más aquel payaso triste. Aquella vez escribí por fin sin el miedo de ser cursi, con la conciencia de que lo era y cada mentira escondía una verdad y cada verdad no era más una mentira. Ya César abandonaba el imperio y dejaba a todos andar sin cobrar los diezmos por transitar la tierra. La vida al fin era vida y no era ya preciso el llanto. Érase la vez de los relojes detenidos. Luego, volvieron a avanzar, mas no volvió el pulso en el mío.
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